Image: Monarquía absoluta

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Arquitectura

Monarquía absoluta

27 enero, 2017 01:00
Enrique Encabo Inmaculada Maluenda

Vista del edificio de Herzog & Meuron de la Filarmónica del Elba. Foto: Maxim Schulz

Hace unos días se inauguró en Hamburgo la Filarmónica del Elba. En esta nueva meca de melómanos, sus arquitectos, Herzog & de Meuron, se reafirman como alquimistas supremos, capaces de mutar el sustrato económico de la ciudad en un deslumbrante despliegue expresionista.

Angela Merkel anda cerca, y eso significa controles. Muchos. Junto a los galpones del puerto y bajo un sol de atrezzo, un policía solicita identificaciones por enésima vez. Hamburgo no es una ciudad dedicada al arte o la cultura, no: Hamburgo hace dinero. Quizá por eso, la casa de Brahms, Telemann o (temporalmente) los Beatles está hoy, 11 de enero de 2017, particularmente nerviosa; aunque uno de los puertos más importantes del mundo y orgullosa portadora del estandarte de la Hansa, está desacostumbrada al ruidoso zureo del glamour. La culpable, por una vez, es la arquitectura: sobre las aguas del río Elba, diez años, tres alcaldes y 800 millones de euros después, abre sus puertas la imponente cordillera de la Elbphilarmonie, penúltima obra de los arquitectos suizos Jacques Herzog & Pierre de Meuron (Basilea, 1950). Pero, ¿qué es lo que hace a la nueva Filarmónica de Hamburgo tan diferente, tan atractiva? Podría ser la gran sala con más de 2000 butacas horadada en su seno, las olas que coronan su volumen o su accidentada historia; sin embargo, ese magnetismo quizá se deba, en el fondo, a su peculiar aterrizaje en esta ciudad-negocio de una profundidad infrecuente en operaciones de esta repercusión. Hamburgo no estrena adorno, sino identidad.

De las dificultades que han llevado hasta aquí se ha hablado largo y tendido; ahí va un resumen: lo que comenzó como una iniciativa privada para alumbrar un recambio a la histórica sala de conciertos de la ciudad, el Laeizshalle, terminó siendo asumida por la municipalidad con entusiasmo. Ambición creciente, austeridad menguante: al proyecto original se incorporaron unos apartamentos, un aparcamiento, un hotel y un aumento en el tamaño de las salas. La consiguiente inflación presupuestaria disparó el coste -en su inmensa mayoría soportado por el erario público- hasta casi el cuádruple de las estimaciones iniciales. El asunto resultó tan polémico -con preguntas parlamentarias y creciente tensión política- que la instalación de Herzog & de Meuron para la Bienal de Venecia de 2012 consistió en un par de gigantescas maquetas del proyecto, abrazadas por un fondo de titulares de prensa en los que se cuestionaba la construcción. Pese a lo que pudiera parecer, los arquitectos, ya por entonces encaramados en la cúspide de la disciplina -de la que no se han bajado-, no pataleaban: estaban a la escucha. Hoy, con el edificio delante, esta historia, lejos de ser una advertencia -"los ricos también lloran"- parece, casi, un inesperado acicate.

Vista de la sala de conciertos. Fotografía: Iwan Baan

La nueva Filarmónica se asienta, literalmente, sobre el pasado. Su base es un robusto almacén portuario de cacao y café, terminado hace medio siglo por el arquitecto local Werner Kallmorgen, y reutilizado para la ocasión. La organización de usos es sencilla. El rotundo zócalo de ladrillo sirve de aparcamiento; encima, queda el volumen vítreo de la Filarmónica que aloja las salas (de conciertos y recitales), medio centenar de apartamentos y un hotel de lujo. Entre medias, el aire: a 37 metros de altura, Herzog & de Meuron han dispuesto una plaza pública, un mirador que domina y cose los distintos perfiles de la ciudad. En el recorrido hacia esa atalaya y su función se resumen algunas de las virtudes del proyecto, muy diferentes a su interpretación más banal como pieza escultórica. Flora exótica, la Filarmónica atrapa a sus visitantes mediante un sexual pistilo, un túnel ascendente y nacarado con una escalera mecánica que atraviesa su volumen hasta el mirador. El viaje pausado de un par de minutos traduce las antiguas escalinatas de los teatros europeos -"ver y ser vistos", como en la ópera de Garnier- a la contemporaneidad. Al final del camino, la plaza elevada se asoma a las dos caras de Hamburgo: ribera norte para la gente, ribera sur para las mercancías. Nada se esconde; la Elbphilarmonie incorpora y asume, orgullosa, el legado industrioso de la ciudad.

Quizá uno de los aspectos más interesantes del proyecto sea el tratamiento de los materiales. Frente a los magros espesores de la arquitectura actual, tantas veces pura superficie, los volúmenes de la Elbphilarmonie parecen estar hechos íntegramente de algo. La antigua fachada del basamento de ladrillo se convierte, al doblar en su arista superior y sin solución de continuidad, en la superficie de la plaza. No hay cambio de material, ni giro de las piezas; lo que se pisa es, literalmente, la tabla del aparejo, como si se tratase de alguno de los apilamientos matéricos de Carl André. Por encima, bulle la piel de vidrio, excitada por el paisaje circundante. En su núcleo, la textura porosa de la gran sala abriga la cascada de palcos en asamblea. Para los amantes de la música, la distribución es familiar: el escenario queda en el centro, bajo un gran reflector acústico, conforme al paradigma de la Filarmónica de Berlín de Hans Scharoun, con la que el edificio guarda no pocas similitudes formales y comparte árbol genealógico.

Aunque las geometrías de la Filarmónica de Hamburgo huelan a nuevo, propulsan al futuro una centenaria ensoñación premoderna: la Stadtkrone (o corona de la ciudad) imaginada por el arquitecto expresionista alemán Bruno Taut. No parece casualidad que Herzog & de Meuron hayan levantado un edificio resplandeciente y afilado, que se integra en el perfil urbano a la manera de una catedral contemporánea. La mezcla de cultura, negocio y voluntad política de la Elbphilharmonie sublima, física y metafóricamente, un deseo colectivo. La arquitectura que realmente importa es dialéctica; lee la vida de la misma forma en que la vida lee a la arquitectura. Es un camino de doble sentido: cuanto más se sabe de una, mejor puede ser la otra. Lo mejor, lo más sugestivo de la Elbphilarmonie es, precisamente, lo que Hamburgo ha aprendido de sí misma en el proceso, sin negarse. El mensaje resulta esperanzador: en una Europa en crisis, solo es posible avanzar a partir de la aceptación profunda de lo que somos. Quizá éste no sea, como rezan los epitafios, el último proyecto de una era, sino el primero de la siguiente.