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'Tableaumanía' o el arte de vivir en un cuadro

Recorremos la historia de la práctica de los 'tableaux vivants' y su impronta en el arte y el cine, de las fotografías del siglo XIX a los artistas Cindy Sherman, Bill Viola o Cristina Lucas

15 junio, 2020 02:25

Aunque el Rijksmuseum, el Getty Museum y el Metropolitan Museum han llevado la batuta, otras instituciones se han unido a la iniciativa, que ha tenido un éxito tremendo. Hashtags como #tussenkunstenquarantaine, #betweenartandquarantine, #gettymuseumchallenge y #MetTwinning suman más de 200.000 publicaciones. Una buena parte de las recreaciones están muy trabajadas e incluso son obra de artistas profesionales; algunas son irónicas, ingeniosas, otras críticas. En aislamiento, abundan menos las composiciones de muchas figuras que los retratos individuales, con ocasional participación de parejas, hijos o mascotas. Disfrazarse, crear una ambientación y posar imitando las figuras que aparecen en cuadros o esculturas es claramente un divertimento pero el tableau vivant es también una práctica artística que propicia la encarnación de la historia en los cuerpos del presente, un ejercicio sobre la estaticidad y la duración, sobre la representación y la realidad, sobre la traducción espacial de una dimensión a otra (planitud/volumen), una forma de habitar la pintura.

En las últimas décadas se ha acrecentado el interés crítico y académico por él, revelando una enorme riqueza cultural que fue durante mucho tiempo despreciada. Está entre nosotros –en el arte, en el cine, en las series de televisión, en la publicidad– desde hace siglos. Como precedentes, se discute el del belén viviente que San Francisco de Asís hizo instalar en 1223 en Greccio –de ahí viene la tradición de los “misterios”– pero se acepta el de los cuadros vivos en las entradas triunfales del Renacimiento flamenco: en la de Felipe el Bueno a Gante, en 1458, se reprodujo el políptico del Cordero Místico de los hermanos Van Eyck, y en las de Juana la Loca (1496, a Bruselas) y Carlos V (1515, a Brujas) se dispusieron hasta 27 tableaux en el recorrido de los cortejos, con temas del Antiguo Testamento y de la mitología clásica. En el siglo XVII se mantuvo el uso devocional y político pero en el XVIII se dio el gran salto a los teatros y a los salones, primero aristocráticos y luego burgueses.

El 'Tableau Vivant' encarna la historia en los cuerpos del presente, es un ejercicio de representación y realidad

El primer tableau vivant teatral documentado tuvo lugar en 1761, durante la representación en París por la Comédie Italienne de La boda de Arlequín: los actores se “congelaron” según el cuadro de Greuze L'accordée de village, que se había expuesto ese año en el Salón. Se relaciona el hecho con el nacimiento de una cierta cultura artística en la sociedad de la época, con el auge de la ciencia fisionómica y con las ideas de Diderot sobre la inmovilización de la acción teatral en un “cuadro dramático”. La contaminación entre teatro y pintura fue bidireccional: parece, por ejemplo, que David pudo inspirarse en Horacio de Corneille para su Juramento de los Horacios, cuadro que muy frecuentado por los organizadores de sesiones de tableaux. Así, Goethe, que quedó fascinado en Nápoles por las “actitudes” de Emma Hart (luego Lady Hamilton) y que dio un papel destacado a los tableaux vivants – “un hermafrodita entre pintura y teatro”– en su novela Las afinidades electivas, dirigió unas escenificaciones en la corte de Weimar, en 1813, que incluyeron esa obra de David.

A partir de 1830 se desata la manía del tableau. Se convirtió en un pasatiempo habitual en las reuniones de las clases pudientes, hasta el punto de que se editaron publicaciones con recomendaciones para su montaje y con sugerencias de temas, que eran más a menudo literarios, bíblicos, mitológicos o históricos que pictóricos. Las escenas, que se delimitaban con cortinas o incluso marcos, se acompañaban de música o lectura de poemas y se preparaba durante horas el fondo -a veces con cartones pintados-, la iluminación, el maquillaje… También conquistó la esfera pública: en espacios como el Egyptian Hall de Londres se organizaron espectáculos de tableaux que eran dirigidos en ocasiones por artistas, como el pintor David Wilkie, que triunfaba con sus “ilustraciones” de pasajes de Sir Walter Scott. No debe de ser casual que esa llegada al gran público coincidiera con la moda de la exhibición de figuras de cera, con las que los tableaux comparten el anhelo de corporeizar las imágenes. En época victoriana se popularizon, según el formato que antes había establecido Lady Hamilton, los shows de esculturas clásicas, o “poses plásticas”, que eran interpretadas por mujeres sin ropa para esquivar la prohibición del desnudo en las tablas, solo permitido si la actriz permanecía inmóvil. Fueron especialmente famosas las Evenings of beauty de la bailarina alemana Olga Desmond ya a principios del siglo XX; se conservan fotografías muy divertidas en las que aparece completamente empolvada.

En el siglo XIX, el tableu vivant se había convertido en un género fotográfico. La cámara se usaba con menos frecuencia para inmortalizar las representaciones públicas o privadas –como las de los hijos de la Reina Victoria en Windsor, en 1854, que captó Roger Fenton– que para crear escenas ex novo que requerían similares preparativos. Pictorialistas como David Octavius Hill, Oscar Gustave Rejlander o Julia Margaret Cameron se especializaron en esta práctica. Y a finales de siglo pasa al cine. La American Mutoscope & Biograph Company filmó gran cantidad de tableaux reproduciendo cuadros europeos más o menos contemporáneos para integrarlos en espectáculos de variedades y, en Francia, hicieron otro tanto los hermanos Pathé, que dieron preferencia a los asuntos “picantes” pero también a imágenes populares como las ilustraciones de Gustave Doré. Después se hizo más serio, siendo su ámbito natural las películas históricas. En España esta veta fue muy fértil, destacando las recreaciones de pinturas de historia de Juan de Orduña.

Patricio Cassinoni: 'May 26, 2020', del 'Quarantine Project'

Con aproximaciones más contemporáneas, algunos cineastas han creado obras maestras a partir del arte antiguo. No podemos olvidar La Ricotta (1962) de Pasolini, en la que Orson Welles encarna a un director que realiza una película sobre Cristo a base de cine-pinturas de Rosso y Pontormo; o Passion (1982) de Jean-Luc Godard, que da vida a cuadros de Rembrandt, Ingres, Delacroix, El Greco, Goya… O Caravaggio (1986) de Derek Jarman, con numerosas obras de este pintor. Y, entre el cine y la instalación, mencionemos los Ten Classic Paintings Revisited de Peter Greenaway, y su rembrandtesca Ronda de Noche (2006). El cine permite traspasar la inmóvil frontalidad de la pintura y del tableau vivant para transitar la imagen reconstruida. En este terreno brillan el episodio dedicado a Van Gogh en Los sueños de Akira Kurosawa –aunque ya antes Vincente Minnelli se había introducido en sus cuadros– o la minuciosa exploración del Camino del Calvario de Brueghel que hace Lech Majewski en El molino y la cruz (2011).

En la actualidad, la condición híbrida del tableau vivant, que renueva su potencial alegórico, no es un problema, como en tiempos en los que se valoraba la pureza de los medios, sino una oportunidad. El apropiacionismo que toma carta de naturaleza artística en los años ochenta abre las puertas a multiformes “restauraciones” de las obras del pasado. En fotografía, ha sido fundamental el trabajo de Cindy Sherman, ya desde los Film Stills y en particular con sus History Portraits: 35 fotografías que reconstruyen pinturas antiguas con ayuda de disfraces y prótesis en los que ella es artista y material artístico, con una perspectiva paródica y hasta grotesca. Piensen también en las macabras escenificaciones pictorialistas de Joel Peter Witkin, o en las series de Hiroshi Sugimoto sobre los museos de cera –las figuras de personajes históricos están basadas muchas veces, a su vez, en cuadros–, con las que enlazamos con esa moda decimonónica que fue de la mano del tableau vivant. O en aquella serie de Sam Taylor-Wood, Soliloquy, con “fotografías de altar” inspiradas por La muerte de Chatterton de Henry Wallis o por la Ofelia de John Everett Millais. O, en clave quizá más lúdica, todas las interpretaciones artísticas de Yasumasa Morimura.

El vídeo comparte la capacidad del cine de subvertir la estaticidad del tableau pero es frecuente que opte por una temporalidad alargada que es propia del género. Ocurre así en obras de Bill Viola, casi siempre cercanas a la pintura pero en ciertos casos de manera más literal, como The Greetingbasado en la Visitación de Pontormo, o en Emergence, que parte de la Pietá de Masolino da Panicale. La duración es central, incluso en el título, en 89 Seconds at Alcázar, de Eve Sussman, que recorre el espacio interior de Las meninas de Velázquez; un pausado desplazamiento interno que encontramos también en los vídeos de David Claerbout, los cuales otorgan profundidad no a pinturas sino a fotos ajenas. Recordemos, de otro lado, que algunas fotografías clásicas han sido  traducidas a vídeo-tableaux; eso hizo, por ejemplo, Omer Fast con Jóvenes campesinos camino del baile de August Sander. ¿Qué tienen todos estos tableaux modernos en común? No se trata de reproducir sin más una composición: se introducen reflexiones sobre la construcción de las imágenes y sobre las transformaciones en su significación. Cuando Cristina Lucas, en La liberté raisonné, muestra la carrera de los revolucionarios de 1798 en pos de la Libertad para hacerla caer con violencia no solo da carne a las pinceladas de Delacroix sino que también roba la naturaleza simbólica a una figura y saca a la luz lo que el cuadro podría estar escondiéndonos.

@ElenaVozmediano