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Arte

Velázquez, mensaje en taquigrafía

6 junio, 1999 02:00

culto, melancólico, distante, más dado a leer libros de matemáticas que de oración, Velázquez no fue comprendido por sus coetáneos. Le acusaban de pintar cosas demasiado naturales. ¡Pues no se había atrevido a convertir el bello mito de Palas y Aracne en la representación de unas hilanderas! Le animan para que pinte de manera suave y pulida como Tiziano. Velázquez contesta con un desplante. Prefiere ser primero en la grosería que segundo en esa delicadeza. Lo cuenta Gracián, un admirador suyo, en “El héroe”, y añade con tono sentencioso: “Velázquez dió en pintar a lo valentón”, es decir, con audacia y altanería.

Tal vez no le perdonaran ni el desdén ni el arrojo. Le acusaron de pintar con borrones, de no terminar los cuadros, de no ser exacto en la representación. Una dama aragonesa, después de hacerse retratar por Velázquez, no quiso aceptar el cuadro porque “la valona que llevaba cuando la retrató era de puntas de Flandes muy finas”, cosa que no había registrado el pintor. Además, para colmo de males, no cuidaba el dibujo. Su colega en la corte, Carducho, consideraba que el dibujo era la esencia de la pintura. Pero Velázquez no dibujaba, no tenía ni siquiera una composición decidida al comenzar un cuadro. Prefería ir viendo cómo el mismo cuadro emergía, imponiendo su propia lógica. Los rayos X nos muestran los tanteos, los arrepentimientos, las veleidades del pintor.

No. Los españoles no supieron mirar la obra de Velázquez. Ortega tuvo buena vista cuando dijo que los franceses nos enseñaron a hacerlo. “El Velázquez de que hoy se habla no es el que veían los ojos sin brío de Felipe IV, sino el Velázquez de Manet, el Velázquez impresionista”.

“El Velázquez de que hoy se habla no es el que veían los ojos sin brío de Felipe IV, sino el Velázquez de Manet, el Velázquez impresionista”, decía Ortega

Edouard Manet vino a Madrid en la primavera de 1865. En el Prado quedó fascinado por la obra de Velázquez. Aquel pintor, casi desconocido para él, había descubierto hacía más de dos siglos la pintura que él y sus amigos estaban buscando. Llegó a hacer una copia de “Los borrachos”. En una carta a Henri Fantin Latour habla de su entusiasmo por el retrato de Pablo de Valladolid: “Es quizá el trozo de pintura más asombroso que se haya realizado jamás”, comenta. “El fondo desaparece. Es aire lo que rodea al personaje, vestido todo él de negro y lleno de vida”. Lo imitó, sin mucho éxito, en su cuadro “El actor trágico”, que me parece envarado y sin frescura.

Otros impresionistas compartieron su pasión velazqueña. Renoir y Degas, por ejemplo. Edmond de Goncourt narró una conversación con este último pintor: “Nos muestra los cuadros en su estudio. Es muy divertido verle de puntillas, con los brazos extendidos, mezclando la estética del maestro de danza con la estética del pintor, hablando de la ‘tierna suavidad’ de Velázquez”.

¿Qué es lo que interesó tanto a Manet y a los demás impresionistas? La transfiguración de la realidad en pintura. El realismo de Velázquez no es de “trompe-l’oeil”. No pretende que el espectador se olvide de que lo que está viendo es un cuadro. Copia la realidad, sin duda, pero creando para ello un peculiar grafismo. Me recuerda a los poetas calígrafos orientales empeñados en que no sólo fuera bello el poema sino la manera de estar escrito. También los impresionistas copiaron la realidad, pero no debemos engañarnos con esta expresión. Les contaré una curiosa aventura conceptual. Copiar se dice en griego “mimêsis”, palabra que originariamente se aplicó sólo a la danza y a la música. La imitación no consistía en reproducir la realidad externa, sino en expresar la intimidad del artista. No se podía aplicar a las artes plásticas.

Por muy sorprendente que parezca la teoría, estoy de acuerdo con ella. Entre la realidad tal como es y la realidad representada en el cuadro hay un maravilloso intervalo. En él encontramos la capacidad creadora del artista, que descubre en las cosas posibilidades plásticas inéditas. La pincelada se convierte en gesto, en expresión, en danza. La libertad se funda, precisamente, en ese poder de ampliar la realidad añadiéndole nuevas posibilidades. El constructor del puente de Alcántara nos dejó una inscripción que repito muchas veces, porque me parece un magnífico cóctel de humildad y soberbia: “Ars ubi materia vincitur ipsa sua”. Gracias al arte -da igual que sea el arte de hacer puentes, de pintar cuadros o de conducir la vida- la materia se vence a sí misma.

Velázquez fue abreviando su técnica. Pintaba saltando de un lienzo a otro, consumido por su afán de apresar el instante. Como los estenógrafos, aprendió a transcribir la fugacidad

Velázquez y los impresionistas no quieren que el espectador pase corriendo desde el cuadro a la realidad representada. Quieren que se quede en el cuadro, enredado en la sutil y fascinante grafía de las pinceladas. Cada una de ellas nos trae un mensaje profundo y animoso de parte del gran artista: ¡Mirad con qué poco hago tanto! Velázquez pinta apresuradamente, a veces casi no llega a tapar el lienzo del todo. Los impresionistas también eran veloces. Monet se quejaba de que el paisaje cambiaba con demasiada rapidez, zarandeado por el travieso aire, raptado por los cambios de luz. Pintaba saltando de un lienzo a otro, consumido por su afán de apresar el instante. Como los estenógrafos, aprendió a transcribir la fugacidad. Velázquez fue abreviando su técnica, hasta hacer de las pinceladas una especie de taquigrafía pictórica. Los impresionistas también. Para mostrárselo al lector he seleccionado un fragmento de un cuadro de Monet y otro de un cuadro de Velázquez. ¿Sabría reconocer al autor de cada uno de ellos? Al final del artículo tendrán la solución.

Contemplar las obras de Velázquez y las de los impresionistas me produce una imparable euforia. Veo en ellas una preciosa metáfora de la libertad humana. En el lienzo, la realidad queda poéticamente transfigurada mediante esas sabias líneas, manchones, ráfagas de color. Al contemplarlas, leo una vibrante descripción de las cosas, de los paisajes, de las personas que representan. Escucho la voz de la realidad y la voz del pintor. Exploro las selvas de la pintura, me detengo en esas abreviaturas taquigráficas que estallan después como significados. Y pienso en la inteligencia humana y en su vocación transfiguradora.