Image: Bonnard, mirar con el paladar

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El Cultural

Bonnard, mirar con el paladar

Pierre Bonard

25 septiembre, 2015 02:00

Detalles de tres de sus Mujeres en el jardín, 1890-1891. Foto: © Pierre Bonnnard, VEGAP, Madrid, 2015

Fundación Mapfre. Paseo de Recoletos, 23. Madrid. Hasta el 10 de enero.

Antes se decía eso de "se la comía con los ojos", refiriéndose a las miradas lascivas que alguien dirigía a otro alguien que le resultaba apetitoso. A mí me pasa lo mismo ante los cuadros de Bonnard. Ante algunos en especial, como Desnudo en un interior (1935). Cuánto me gustaría tener un órgano nuevo. Uno que combinara la vista con el gusto. Un mirar con paladar. Porque estos cuadros son un festín para la vista. Sus amarillos son de polo de limón, sus verdes, de fresca ensalada, sus azules son un litro de cielo veraniego. Pero lo que les convierte en verdaderamente deliciosos es, más que los colores en sí, las combinaciones. Combinaciones por cierto, fractales. Porque las hay en los planos de color y las hay dentro de cada uno de esos planos. En cada centímetro cuadrado se amasan dos, tres o cuadro colores diferentes. Picasso decía que los cuadros de Bonnard eran un "popurri de indecisiones". Lo decía como una acusación. Nada más opuesto a la tosquedad cromática del malagueño, que tiene en el uso del color el costado más débil de su genio. Pero volvamos a Pierre Bonnard (1867-1947). A caballo entre el Impresionismo y el Simbolismo, es el paradigma de una revolución que estaba liquidando jovialmente lo que habían sido los fundamentos de la pintura. Y digo jovialmente porque los artistas como él no redactaron manifiestos pidiendo que se quemaran las bibliotecas (como los futuristas) ni pintaron sobre las obras maestras del pasado (como los dadaístas). Sin embargo arrinconaron definitivamente el dibujo, el claroscuro, el color realista y la ilusión espacial. Nuestro pintor nació en una familia acomodada (su padre era el equivalente a un actual ministro de Defensa) y aunque estudió derecho no encontró obstáculos para formarse como artista en la Escuela de Bellas Artes de París y en la Academia Julian. Hizo anuncios, ilustró con sus litografías, y ha pasado a la historia como uno de los miembros más destacados del grupo de los Nabis, que junto con los Fauves, posteriores y liderados por Matisse, fueron la punta de lanza de la vanguardia en el cambio de siglo. Hacia 1888, Bonnard y algunos de sus colegas de la Julian, se reunieron en torno a Paul Sérusier, autor de un cuadro pintado al dictado estético de Gauguin, El talismán, que sintetizaba apretadamente las innovaciones que mencioné más arriba. Estos artistas eran, entre otros, Félix Vallotton, Maurice Denis, Édouard Vuillard, el escultor Aristide Maillol y un escritor que era también pintor, Paul Ranson, que cedió su casa para las reuniones. Desde ese lugar, al que llamaban El Templo, y amparados en una publicación, La Ruevue Blanche, divulgaron un modo de entender la pintura como un medio de ir más allá de lo visible, de expresar verdades interiores. O cósmicas, pero en todo caso, diferentes de la literalidad óptica del impresionismo precedente. De ahí el nombre, Nabis, que deriva de la palabra que en hebreo significa Profeta. Un factor determinante de esta deriva fue Oriente, en su estética y en sus doctrinas.

Marthe de pie al lado de una silla, 1900-1901. Foto: © Pierre Bonnnard, VEGAP, Madrid, 2015

La exposición que comentamos es la retrospectiva más importante que se ha dedicado en nuestro país al pintor. Por el número de obras, casi 80, y la diversidad de procedencias, una treintena de colecciones públicas y privadas, es difícilmente repetible. Está organizada al margen de la cronología, salvo en su primer apartado. Porque es el dedicado al Bonnard japonista y eso remite a un periodo concreto: los años inmediatamente posteriores a 1890, cuando se celebró en París una gran exposición de grabados Ukiyo-e, cuya visita marcó a toda una generación de pintores. Los formatos verticales de los biombos, los grandes espacios en blanco y los contrastes de plano son huellas inequívocas de esa influencia. Otras secciones son las tituladas Interior, Intimidad, Retratos elegidos, Ultravioleta, Las grandes decoraciones, Obra grafica y Fotografías. Destaca su tratamiento del desnudo, que ha fijado en encuadres memorables, como el conocido de La bañera (1925), en la que aparece sumergida su esposa Marthe. También son notables los interiores, con raras perspectivas que tardamos en comprender y que suelen aguardar un enigma. Encontraremos algunos rasgos de humor, como en el gran lienzo La familia Terrase (1902) o de tensión, como en el gato acechante de Mujer con gato (1912). Pero la mayor sorpresa está en los autorretratos de los últimos años de su vida. Muestran a quien fuera un hirsuto pintor enflaquecido y desprovisto de pelo, convertido en un bonzo. Pero sigue bañado en una luz naranja y su rostro es sereno. Se le ha llamado el pintor de la felicidad y comprobamos que esa luz no se apagó hasta el último momento.