Image: Miguel Delibes: La obra literaria

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El Cultural

Miguel Delibes: La obra literaria

19 marzo, 2010 01:00

Miguel Delibes. Foto de Chema Conesa

Hace una semana moría Miguel Delibes, el gran narrador español del último siglo. Su mirada serena y compasiva sobre Castilla y sus gentes ha conquistado estos días mil elogios. Tampoco El Cultural quiere olvidar al maestro del idioma ni su obra esencial.

La muerte de Miguel Delibes me sorprende fuera de mi casa, de mi ciudad y de mis libros. De no ser por esta circunstancia, ahora estaría releyendo pasajes del autor, haciendo calas en algunos de sus libros, reavivando los que mejores recuerdos me dejaron. Así, la presencia debe ser sustituida por la memoria, lo que no resulta difícil porque, para los lectores de mi generación, la obra de Miguel Delibes no se reduce a la treintena larga de volúmenes alineados en los anaqueles de la biblioteca, sino que forma parte irrenunciable de nuestra historia personal. Contemplada ahora en su conjunto, la producción narrativa del autor -e incluso sus ensayos, sus apuntes o recuerdos sobre excursiones cinegéticas, sus libros acerca de países visitados de Europa y América- revela su homogeneidad y su cohesión interna, y permite entender las líneas maestras de su evolución.

La obra comienza, como se ha recordado muchas veces, gracias al premio Nadal, con La sombra del ciprés es alargada (1947), a la que seguirá poco después Aún es de día (1949). Se trata de dos novelas aún primerizas, con personajes torturados y hasta enfermizos sobre los que aletea la presencia de la muerte. En la segunda, sobre todo, los elementos truculentos, que en algún caso alcanzan incluso a la expresión, hacen pensar en modelos literarios más que en vivencias personales reelaboradas, y justifican la humorística conclusión del autor, formulada años más tarde, al revisar su trayectoria: "En Aún es de día me pasé de rosca". Pero ambas novelas, más interesantes por lo que prometían que por lo que lograban, fueron pronto desplazadas por la obra siguiente, en la que se cimentó un aprecio general por el autor que no dejó nunca de crecer: El camino (1950).

Esta novela con un coro de personajes infantiles, cada uno con su nombre y su apodo -el Mochuelo, el Tiñoso, Uca-Uca, etc.-, alojados en un pueblecito castellano sin demasiados horizontes, donde la perspectiva de ir a estudiar a la ciudad es un acontecimiento que convierte a un niño en sujeto excepcional, inaugura al mismo tiempo dos motivos que serán esenciales en la narrativa del autor: la atención al marco rural -y su precisión al nombrar pájaros, árboles y elementos de la naturaleza- y la importancia concedida al mundo infantil, porque representa la edad de la inocencia. Cuando, antes de abandonar el pueblo, Daniel le pide a Uca-Uca que conserve sus pecas, lo que está expresando es su deseo de que ese mundo auténtico y todavía incontaminado conserve su pureza frente a la amenaza unificadora de la vida urbana. El conflicto entre naturaleza y civilización está ya aquí tempranamente planteado.

Obras de transición

Con Mi idolatrado hijo Sisí (1953) Delibes recupera el ámbito urbano y trata de insertar, a la manera de novelistas como Dos Passos, una historia familiar en el seno de un marco histórico y social muy precisamente delimitado, a fin de subrayar la solidaridad, o, mejor aún, la correspondencia entre las acciones humanas y el entorno social en que se gestan. A una escala más reducida, algo parecido cabría decir de La hoja roja (1960), que una lectura apresurada puede interpretar como una novela sobre el jubilado Eloy (a la manera de la película Umberto D, de Vittorio de Sica), pero que es, en realidad, una de las más profundas reflexiones sobre la soledad que hallamos en nuestra literatura. Por otra parte, el Diario de un cazador (1955) funde las aficiones cinegéticas del escritor con el primer tanteo narrativo serio de utilizar para el relato un discurso monológico extraído de un registro marcadamente oral. Hará lo mismo en la novela complementaria, Diario de un emigrante, en la que, además, se añaden los conflictos del bedel Lorenzo con el español americano, y prologará hasta lejos el procedimiento de la recreación de la lengua hablada en obras tan significativas como Cinco horas con Mario (1966) o Las guerras de nuestros antepasados (1974), donde la representación artística de la oralidad alcanza niveles de perfección que difícilmente podrían encontrarse en la novela contemporánea.

Culminación en Las ratas

La culminación de algunos de estos motivos -el determinismo del entorno social, el mundo infantil, el marco rural de las acciones, el choque entre civilización y naturaleza- se produce cuando todos ellos se conjugan armónicamente en una misma obra que, por la riqueza de sus contenidos y el rigor estilístico con que está compuesta, roza la perfección: Las ratas (1962). En un mundo tan mísero que justifica la necesidad de cazar ratas para comerlas, las gentes sobreviven a duras penas en unas tierras injustamente repartidas, donde Don Antero el Poderoso posee la propiedad de casi todo y el minúsculo resto -una cuarta parte de la cuarta parte- se lo dividen los demás habitantes del lugar, a pesar de lo cual don Antero se permitía recordar que "por lo que hacía a su pueblo, la tierra andaba muy repartida".

El indudable carácter de denuncia social de Las ratas se entiende mejor si se recuerda que la novela fue precedida de una durísima campaña, que no acabó sin bajas, promovida por El Norte de Castilla -siendo Delibes director del periódico- acerca del abandono en que se encontraba el campo castellano. La novela tiene ese primer estrato de significación innegable; es una denuncia descarnada de una magnitud inencontrable en los jóvenes novelistas practicantes por entonces del "realismo social", como Goytisolo, García Hortelano, Ferres y otros. Pero lo que salva y hace perdurable la obra son otros elementos menos contingentes. En primer lugar, el personaje del Nini, sublimación de todos los personajes infantiles anteriores. Su entendimiento de la naturaleza y sus fenómenos es tan perfecto que las gentes del lugar acuden a él para pedirle consejos acerca de la mejor época para sembrar, o previsiones sobre el tiempo atmosférico, de tal modo que a veces -se comenta como de pasada- "parecía Jesús entre los doctores". La evidente idealización del Nini se debe a su armonía con la naturaleza. Gracián recordaba en El Criticón que la naturaleza es un ejemplo de armonía porque "se compone de contrarios y se concierta de desconciertos", y que la diferencia entre el universo creado por Dios y la sociedad formada por el hombre es que en aquél existe una armonía de contrarios, mientras que en éste no se ha evitado el desorden, porque el hombre se pierde cuando se aleja del modelo divino.

Éste es también el pensamiento de Delibes, si se deja aparte su vertiente teológica. El Nini es el ser más cercano a la naturaleza y, por consiguiente, roza una perfección sobrehumana. Por otra parte, la llegada de un cazador joven que mata ratas por placer y que acabará desencadenando la tragedia final parece dar contextura narrativa a las ideas de Ortega sobre la caza expuestas en el prólogo al libro Veinte años de caza mayor, del conde de Yebes. El prólogo, que sin duda Delibes conocía, es en realidad un amplio ensayo sobre el origen de la caza, en el que Ortega recuerda cómo la actividad venatoria es en el Paleolítico indispensable para la subsistencia, hasta que la aparición de los cultivos reduce su necesidad y abre la puerta a la aparición de la caza como deporte placentero. Esto es lo que novela también Las ratas: en una sociedad actual -pero, en el fondo, paleolítica-, la aparición del cazador placentero hace estallar el enfrentamiento entre un mundo tradicional y las ideas nuevas, entre derechos y privilegios, entre la miseria y el lujo, entre una existencia organizada de acuerdo con la naturaleza y el ordo Dei, y el uso devastador, puramente placentero, de esa naturaleza.

Despojos empobrecidos

La naturaleza mal utilizada y la injusticia social se aunarán de nuevo en Los santos inocentes (1981), escueta ampliación de un cuento anterior que reduce a su expresión mínima los ingredientes de una historia estremecedora, en la que Azarías parece, por su cercanía al hombre "natural", el despojo empobrecido en el que se hubiera convertido el Nini de haber continuado en medio de un mundo hostil. Porque esa resistencia -inútil- del individuo contra la sociedad, esa afirmación de independencia del hombre contra las presiones exteriores, de la singularidad contra la uniformidad, es otro de los motivos básicos de Delibes. Está en el Ratero Viejo, pero también en el personaje evocado en Cinco horas con Mario de tal manera que las palabras de la viuda dicen una cosa y dejan al descubierto la contraria; está en el personaje de la Parábola del náufrago -donde el autor se permite parodias vanguardistas con elementos tipográficos y sintácticos para delatar la vida dictada y no auténtica-, y se halla también en el protagonista de su última novela, que es una especie de Mario con ropaje histórico. Me refiero, claro está, a El hereje, con cuya reseña se inauguró, hace casi doce años, El Cultural, que ahora lamenta la desaparición física del escritor pero se consuela con la certidumbre de su perduración artística.