Miguel-Delibes

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El Cultural

Delibes: "Yo siempre he visto la vida desde un ángulo sombrío"

Recuperamos la entrevista que Blanca Berasátegui le hizo al escritor en 1983, con motivo de la publicación de Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso y recogida en el libro Gente de palabra

11 marzo, 2010 23:00

Como para cazar al lector, al lector furtivo -al otro lo apresó Delibes hace treinta y tantos libros- ha utilizado de reclamo la misma astucia que emplea cada domingo para hacerse con la brava patirroja. El cebo, esta vez, lo ha subido al título: Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso, que acaba de aparecer en las librerías. Pero sólo el título se libra de esa especie de magma de tristeza, patetismos y soledades que reina dentro. La cuestión es que nunca dice haber levantado curiosidad tan grande un libro suyo, minea tan esperada la novela y tan reclamado el escritor como ahora mismo. Y sospecha que debe ser por esas señas falsas que ha lanzado al aire, pero que, de verdad, de verdad, no se ha creído nadie. Por lo demás, sigue Miguel Delibes tan apacible y tan tristón como habitualmente. La misma expresión, que parece un barbecho de melancolías; los mismos ojos, mitad dulces, mitad verdes; la voz tan tibia y tan modesta, y metido como siempre en su cazadora, ajustada como para toda la vida. Miguel Delibes tiene ahora 63 años y ese aire de buena gente y esa esencia de hombre libre van tomando en él cada vez más consistencia. Sólo una novedad ofrece en apariencia. Se ha pasado de la picadura, que le ha acompañado cuarenta años, a los cigarrillos normales. Porque pasar completamente del tabaco, me dice, hubiera sido demasiado. El resto, igual, pero con un poco más de escepticismo: “Yo siempre he mirado a la vida desde su ángulo sombrío, y, lógicamente, con los años las ilusiones se adelgazan y las creencias casi, casi desaparecen. No es cuestión de motivos, sino de genes. Sé que no voy a cambiar. Bueno, sí. Sé que voy a ir a peor...”, asegura sonriente y lacónico, bastante feliz en el fondo con sus hijos y sus libros todo el tiempo rodeándole.


Es la hora en que Miguel Delibes lee un rato y contesta las cartas recibidas. Después de comer. Y mientras nos observa ese padre con su hija del cuadro de Vela Zanetti “que tanto me ha acompañado estos años”, va contando con calma y sin entusiasmo alguno que esta última novela es una historia de amor tardío, triste como ella sola, entre un jubilado y una mujer a quien no conoce, pero vislumbra a través de la correspondencia que le proporciona un consultorio sentimental. El sexagenario va rejuveneciéndose carta a carta y acaba pareciéndonos un adolescente apasionado.

“Siempre vi en estos consultorios una especie de filón novelístico, por todo el patetismo y la desolación que encierra este tipo de correspondencia que, por otro lado, es la única viva, detenida, apasionada y minuciosa que queda. El resto de los asuntos no se resuelven ahora por carta, sino por teléfono. Así que, apelando a este resquicio que el tema epistolar me brindaba, comencé hace casi cuatro años a tomar las primeras notas. De finales del 79 data el comienzo de la novela, que refleja un trasfondo de la realidad española de aquellos días”.

El sexagenario en cuestión es la antítesis de Miguel Delibes. Es un tipo arribista, sórdido, “sabelotodo”, aprovechón, que, a juicio de su autor, no merecería correr mejor suerte. El único sentimiento que le ha inspirado en estos dos años de trato con él ha sido el de piedad. “Pero como a mí me encanta poner voces -dice Delibes-, me encuentro muy a gusto cuando logro desdoblarme en un personaje tan ajeno a mí y contar su vida. Hay, de todos modos, en la novela, varias apoyaturas reales. El protagonista ha sido, como yo, periodista y catedrático; también yo me rompí, como él, el peroné, y algún otro detalle está arrancado de mi vida”.

Así como literariamente Delibes sitúa estas cartas relativamente cerca de Cinco horas con Mario -“aquí también vamos conociendo a dos personajes a través de las manifestaciones de uno de ellos”-, biológicamente corresponden al final de ese mundo de ilusiones que se abría en, por ejemplo, El príncipe destronado. Es, efectivamente, la otra punta del cuento. Un cuento ya muy largo, de treinta y tantos capítulos, en los que hemos visto a Lorenzo el cazador, a Sissí, a los santos inocentes... “a todos mis personajes, menos al jubilado don Eloy, de La hoja roja, que es todavía más punta de la historia. Pero esto no quiere decir que no vuelva mañana a escribir una historia infantil, o a detenerme en una historia de amor menos patética y más feliz que la de este pobre jubilado. Una vez que me sumerja en ese magma que es una novela en formación estoy siempre en disposición de meterme hasta el fondo en el personaje, sea cual fuere su edad y su calaña”.

- Hay quien dice que lo más autobiográfico de Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso es ese aroma triste y depresivo que destila.

- Tal vez sí. Yo soy triste y depresivo y, además, estoy casi en la tercera edad, así que la cosa no tendría nada de particular. Yo veo la vida desde un ángulo sombrío; no la veo agradable, qué le vamos a hacer, y en consecuencia casi todas las zonas de mi imaginación suelen ser sombrías y tristes. En ese aspecto mis libros me delatan. Sólo recuerdo en mi vida un momento de euforia vital que corresponde a la escritura de mis dos Diarios, los dos únicos libros optimistas de toda mi obra. No, no es cuestión de motivos, sino de genes. Yo no tengo duda de que esto será siempre así. Ciertos momentos de exaltación y optimismo que serán enseguida desbancados por los otros momentos, los de siempre.

Cuesta abajo por esos descampados, y con una naturalidad pasmosa, Delibes cuenta que a su congénita depresión se va sumando con el tiempo una dosis respetable de escepticismo. “Esto, sí -dice- es cuestión de años. Vas aumentando años y vas quitando ilusiones y cosas en las que esperar y creer. Yo ahora no creo en casi nada y en casi nadie. ¡Qué pocas cosas me quedan en las que creer!”

- ¿En qué cree, por ejemplo?

- Pues, pese a los atentados diarios que veo contra ella, creo en la familia; creo en los hijos y creo en los padres, que ya desaparecieron. Considero que es una forma no ya cristiana, sino lógica de conformar la sociedad. Yo en mi familia creo a pies juntillas. Mi familia ahora son mis hijos, y es, sin duda alguna, lo más importante que tengo. Vivo habitualmente con Camino, la pequeña, y los fines de semana vienen Adolfo y Juan, que están solteros. Y arriba, con una escalera interior, vive Elisa con su marido y sus cuatro niños pequeños. Así que los oigo continuamente y estoy siempre con gente.

“También creo -dice como para desdramatizar, como para quitar esos flecos de ternura que hayan podido quedar- en lo malo y dañino que resulta el tabaco para la salud. Yo he dejado la famosa picadura, que atraía tanto a los fotógrafos y que fumaba desde los quince años, y la he sustituido por el pitillo convencional, menos entretenido, pero también menos dañino para la salud. Y en alguna otra cosa creo, que ahora no me acuerdo.

También en lo rural, en las gentes de campo, en las cosas pequeñas. A Miguel Delibes le dan una pena terrible las gentes que tienen que vivir en una gran ciudad. Más pena todavía las que pudiéndolo evitar no lo hacen. Éste es, fundamentalmente, el motivo por el que Delibes apenas pisa la Real Academia. Le horroriza Madrid y el alboroto, la pérdida de tiempo, la prisa y la vaciedad que trae consigo. Con la Academia, además, se siente un tanto defraudado. Y no es que, “como se ha dicho por ahí”, se encuentre lejos de los académicos, es que “creo, sinceramente, que no tengo nada importante que añadir ni nada que enriquecer como no sea del mundo de la caza y de la pesca, del que soy en la Academia el único representante. Yo creo que en este terreno sí podría hacer algo. Pero hace cinco o seis años que tengo en la lista de espera a unos cuarenta pájaros que no hay forma de poderlos meter en la jaula del diccionario. La cosa me disgusta porque estas definiciones, y también algunas expresiones de tipo rural, estaban ya supervisadas y corregidas por los más prestigiosos ornitólogos que hay en España, que son los de Doñana. Y no veo el motivo del retraso del pobre charrancito o del serín, y tantos otros”.

Cuenta Delibes que, desde mucho tiempo atrás, conocía el nombre de numerosos pájaros que no estaban aún en el diccionario de la Real Academia, pero que hace poco ha sabido el nombre de todos los que no están porque un biólogo inglés ha escrito una tesis sobre los pájaros españoles y ha dedicado uno de sus capítulos a enumerar los que todavía no están recogidos en ningún diccionario español. “Figúrate que cuando cayó semejante joya en mis manos pensé: ésta es la mía. Ahora mismo cojo los pájaros de este inglés y los meto a saco en la jaula de la Real Academia. Vano intento. No se dejan. No se dejan los académicos, digo”.

Insiste en que otra cosa no puede aportar a nuestra lengua y que su lenguaje literario lo encuentra los fines de semana cuando sale a cazar o a pescar, según la temporada. “Entonces -dice- encuentro también el momento más feliz de la semana. Desde los cinco o seis años acompañaba a mi padre todos los domingos a cazar, si era invierno; o a pescar, si era temporada de veda. De niño no podía comprender que hubiera otra manera de consumir los ocios dominicales que no fuera yendo al campo. Así que la afición, o la pasión, me prendió pronto. Estuve luego, durante unos años, haciendo de cazador de bicicletas, exactamente igual que Lorenzo, el protagonista de Diario de un cazador. Más tarde dejé la bicicleta, pero nunca dejé de recorrer el campo todos los días del año que podía. Ahora paso prácticamente cinco meses enteros en Sedano, un pueblecito de la provincia de Burgos, y mi aspiración es quedarme allí definitivamente. Porque mi vida transcurre felizmente en el campo y, después de todo, la literatura me sirve para recrearme en él y prologar, en cierto modo, mi estancia en el campo”.

El próximo domingo, el cazadero burgalés será sustituido por el campo extremeño, donde se rueda estos días Los santos inocentes, dirigida por Mario Camus. Y piensa ir Delibes a supervisar el rodaje. “Sólo he visto el guión que Camus puso en mis manos para que atusara los diálogos y ese lenguaje propio del mundo de las cacerías, que no suele ser de conocimiento común. De Azarías hace Paco Rabal y creo que está espléndido. Me hace mucha ilusión, sí, ver en la pantalla moverse y hablar en alto a estos personajes míos. Supongo que el resultado será bueno”.

Se encuentra últimamente Miguel Delibes sumergido en la relectura -“lo que hago fundamentalmente es releer; no, no he leído ninguna de las novelas españolas recientes”- del último tomo de la obra de Proust -“que es el que a mí me da las claves de todo lo demás”- y releyendo también La Biblia en España, de Borrow, que le resulta de los libros más divertidos que han caído nunca en sus manos. Y sumergido, sobre todo, en una pasión, todavía incipiente, a la que le ha empujado uno de sus hijos. Se encuentra ahora Delibes apasionado con la arqueología. Tan apasionado, que piensa ya meter a una de las tres novelas que tiene ahora in mente poco menos que en un dolmen o algún otro hallazgo arqueológico importante, “porque tengo ya el veneno dentro y he comprendido que es un mundo fascinante que merece la pena sacarlo de las profundidades y de los siglos”.

Otra novela también pergeñada abordará la guerra civil española. No quiere decir aún desde qué ángulo y de qué manera, y otra tercera va a relatar el caso de un escritor y su desdoblamiento continuo en los distintos personajes de sus novelas. “Será la biografía de un escritor, que tampoco sería yo, con un análisis profundo de su verdadero ser y su apariencia”. ¿Cuándo? “Pronto. Yo soy un escritor que publica casi una novela por año. De ahí mi asombro por el caso que todavía me siguen haciendo. Sobre todo con esta última novela, de título tan sospechoso y delatador. Debe ser precisamente por eso por lo que se habla de ella, porque después de treinta y tantos libros...”.