El Cultural

Transgenéric@s contra lo normal

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Centro Cultural Koldo Mitxelena. Urdaneta, 9. San Sebastián. Hasta mediados de febrero.

Sus síntomas parecen estar en todas partes y su causa en ninguna. Cualquier paseante atento se habrá dado cuenta: no bastan ya los tres tonos naturales de pelo, los jóvenes gastan vestimenta de andróginos, en los programas de televisión proliferan las actuaciones de “drag queens” acompañados de toda su familia, por lo demás corriente y cariñosa. Eso por no hablar de todo un surtido de prótesis cibernéticas que prometen alargarnos la vida, la estatura o el talento. En definitiva, un cuerpo ya no es lo que era. La estabilidad de su sexo, de sus rasgos físicos y de sus limitaciones parece resquebrajarse alegremente en beneficio de los deseos de su propietario/propietaria. La revolución ha abandonado el cuerpo social como teatro de operaciones para restringirse a un ámbito más limitado pero no menos trascendente, el del cuerpo biológico individual. Revoluciones en la subjetividad, correlativas al abandono de las utopías de ingeniería social, el descrédito de las ideologías globales y la convicción de que no hay más cera que la que arde.
Si desde los ochenta hasta acá un sector importante de la actividad artística tomó como inspiración la reivindicación feminista, la defensa de la homosexualidad y la lucha contra el sida en su dimensión de “enfermedad social” -por cuanto ha sido tantas veces causa de estigmatización y desprecio-, desde mitad de esta década ha surgido un nuevo escenario de preocupaciones. Escenario que temáticamente prolonga los caminos ya abiertos, y que en lo que se refiere al arte tiene una genealogía perfectamente definida y de la más alta alcurnia. Ahora no se trata de combatir determinados patrones, sino la misma idea de patrón, de convención, de límite. El grupo que dio origen al movimiento fue Queer Nation, un colectivo de activismo político de cariz sexual aparecido en 1990 en Nueva York, integrado por homosexuales y lesbianas implicados en la lucha contra el “sida social”. A partir de entonces una vez más, utilizamos un término anglosajón que probablemente indignará a los ecologistas del idioma. “Queer” significa marica, pero en sentido amplio también raro, anómalo, desviado de la norma. Esas coherencias secretas tiene la lengua. Porque, en efecto, lo que se pone en cuestión es todo el “sistema heterosexista”, con sus clasificaciones binarias, sus tabúes y su lógica economicista del placer. El mordiente de la crítica de lo que se denomina “queer culture” es tomar posición de una vez por todas contra “lo normal”. O como dice orgullosamente el lema de unos libritos que publica un delicioso bar de Madrid -“La ida”, Colón, 11-: “Desarrolla tu legítima rareza”. Aunque el fenómeno se puede detectar en cualquier ámbito, es en el mundo académico norteamericano y británico donde se ha desarrollado toda una serie de teorías al respecto. Exposiciones como “Diferent light. Visual culture, sexual identity, queer practice”, en Estados Unidos (1995) y “femininmasculin. Le sex de l’art”, en Francia (1995) han sido las primeras grandes exhibiciones sobre esta temática. Y ahora ha llegado a nuestro país una exposición que se ocupa del territorio español, comisariada por dos expertos de la talla de Juan Vicente Aliaga y Mar Villaespesa. La selección de dieciocho artistas -algunos de ellos colectivos- es eso: una selección. Podrían haberse intercambiado ciertos nombres, pero quizá los comisarios han atendido no sólo a una orientación temática y a un criterio de calidad, sino también a un cierto espíritu de época. Y parte esencial del mismo es el humor, un humor a veces descarnado y a ratos melancólico. Junto a él, la utilización de fórmulas procedentes de la publicidad, la presencia de textos y performances, de cuadros y esculturas ejecutados con propósitos bien distintos a los convencionales constituye todo ello el estilo del arte contemporáneo. Un arte cuyo lenguaje favorito es el collage de lenguajes distintos. El título de la exposición es suficientemente expresivo, y en ese Transgenéricos/as está implícita la intención de desbordar los géneros -los sexuales, los disciplinares y cualquier otro, así como la distinción entre intimidad y exhibición-. No dudo que enfrentarse a todas estas obras pueda resultar una experiencia conmocionante, pero no lo es de forma gratuita. Creo que el arte contemporáneo debería de entenderse, de una vez por todas, como algo perteneciente tanto o más que al ámbito de la estética al de la antropología y la psicología. Y desde luego al de la crítica cultural. Quizá no tan palmario en obras como las de Marina Núñez, Nuria León o Eulalia Valldosera, pero sí desde luego en las de Alex Francés o Jesús Martinez Oliva. El examen de prácticas sexuales consideradas perversas o el miedo a los tabúes que inspiran las obras de estos últimos aparece con una radicalidad sin concesiones. Resulta muy instructivo, incluso tranquilizador a la hora de poner en cuestión la coherencia de estos creadores, verificar -como hace posible el catálogo de la muestra- las raíces que tienen en España este tipo de prácticas artísticas. Juan Hidalgo, Carlos Pazos o el propio Humberto Rivas han sido pioneros en estos temas. Ya en los ochenta, Pepe Espaliú, Juan Luis Moraza, Simeón Sáiz Ruiz o Victoria Gil desarrollaron análisis rigurosos y solitarios de la problemática de los géneros. El sueño vanguardista de complicar el arte con la vida tomó impulso con el “body art” y Fluxus, pero ahora ya no es una novedad estilística, sino la realidad en que se desenvuelve toda una generación de creadores. Sólo les falta un público capaz de apreciar la hondura de su apuesta.