Sergey Kovalev y Andre Ward en la presentación de su combate.

Sergey Kovalev y Andre Ward en la presentación de su combate. Michael Reaves Getty Images

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El Hijo de Dios se enfrenta a La Bestia

Sergey Kovalev y Andre Ward disputan el Mundial del semipesado en el duelo más esperado del año. Del ruso llama la atención su demoledora pegada y su tiranía en la división.  Del americano, su imbatibilidad y su fervor religioso.

19 noviembre, 2016 01:56

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Este sábado, Las Vegas alberga el que posiblemente sea el combate más esperado del año. Un duelo de imbatidos en el que el ganador saldrá legitimado para disputar al nicaragüense Román González y al kazajo Gennady Golovkin el título honorífico de mejor boxeador del mundo libra por libra. El temible destructor ruso Sergey “Krusher” Kovalev defiende sus títulos IBF, WBA y WBO del peso semipesado ante el magistral campeón olímpico y excampeón unificado del supermedio, el californiano Andre Ward, conocido como “Hijo de Dios”, o S.O.G por sus siglas en inglés. El mayor pegador del boxeo actual frente a su más eminente orfebre. Un enfrentamiento de calidad que tiene a la cátedra dividida, un apasionante duelo de estilos entre dos grandes boxeadores de personalidades y orígenes bien distintos.

Kovalev es campeón desde 2013 y, tras ocho defensas, ha impuesto un reinado de terror en la categoría. Ward, todo un prodigio del boxeo, tiene el excepcional logro de no perder un combate, amateur o profesional, desde que era un niño de 14 años. Ahora afronta su más complicado reto al subir de categoría y enfrentarse a un gran campeón mucho más fuerte que él. En su contra juegan las lesiones y la falta de actividad en los últimos años.

LA TRITURADORA KOVALEV

Como profesional no conoce la derrota y cuenta con 30 triunfos, de los cuales 26 fueron por la vía rápida, lo que le ha encaramado como uno de los mejores púgiles libra por libra. El único combate que no ha ganado es un discutido nulo técnico en dos rounds al principio de su carrera. Por su origen, su demoledor estilo y su espectacular porcentaje de victorias por KO, es una especie de Iván Drago (el ruso de las películas de Rocky) pero en versión más fea. A sus 33 años, el campeón se encuentra en su mejor momento deportivo. No ha sido el suyo un camino fácil.

Sergey está modelado por la escasez, el frío y la languidez característica de las ciudades industriales en la Rusia de los ochenta. Sin artificios ni concesiones de cara a la galería, a Kovalev le define la sobriedad de la arquitectura soviética. Ha llegado a lo más alto superando una gélida infancia, un régimen deportivo de extremada dureza, un cambio de país y la losa de la muerte de un rival.

Creció en las calles de Chelyabinsk, una ciudad que sirve de puente entre los Urales y Siberia y en la que el invierno, con temperaturas bajo cero, dura casi ocho meses. Una localidad de más de un millón de habitantes, especialmente gris en esos últimos años de régimen soviético en los que la mayoría de la población se dedicaba a la industria metalúrgica y la producción de tractores, tanques y camiones. Su padre abandonó a la familia cuando Sergey tenía tan sólo tres años y el futuro campeón tuvo que buscarse la vida limpiando ventanas, vendiendo periódicos o sirviendo gasolina.

Y conforme fue creciendo y haciéndose más fuerte, también trabajó como estibador y guardaespaldas hasta que finalmente entró a formar parte del ejército ruso. A los 11 años empezó a boxear y muy pronto destacó en el proceso de selección natural que caracteriza la piramidal estructura del boxeo en Rusia. Fue campeón de Rusia junior y senior, campeón mundial militar y miembro habitual del equipo nacional, aunque no siempre como primer espada debido al mayor éxito de Matt Korobov y Artur Beterviev. Por eso, Sergey nunca llegó a sentirse del todo a gusto en su selección, por lo que decidió hacerse profesional.

Ayudado y financiado por su mánager lituano, Egis Kilmas, Kovalev inició, desde abajo, su aventura americana. En 2009, con 26 años y tras más de 200 combates amateur, Kovalev emigró a Carolina del Norte, donde empezó su adaptación al boxeo rentado de la mano del veterano entrenador Don Turner y posteriormente del también reputado Abel Sánchez. El ascenso, aunque primero en veladas más oscuras en Estados Unidos y Rusia, empezó a ser evidente.

Sergey Kovalev golpea a Jean Pascal II en un combate.

Sergey Kovalev golpea a Jean Pascal II en un combate. Minas Panagiotakis Getty Images

En 2011, tras proclamarse campeón norteamericano, regresó a Rusia para disputar un título regional de la WBC. Era su decimoctavo combate profesional y se enfrentaba a su compatriota Roman Simakov. Kovalev ganó por KO técnico en el séptimo round. Su rival clavo la rodilla en la lona y poco después se desplomó. Simakov falleció tres días más tarde. Un tremendo y triste accidente del que a Sergey no le gusta hablar, aunque sabidos son sus esfuerzos porque a la desconsolada familia de su compañero no les faltara nada en lo económico.

Paradójicamente, tras este combate Kovalev cambió de entrenador e inició su auténtica ascensión dentro de la élite de la categoría. De la mano de su nuevo preparador, el excampeón mundial John David Jackson, los progresos del ruso han sido más que evidentes. No sólo es un contundente pegador sino que, dentro de su sobriedad de estilo, se ha convertido en un eficiente boxeador.

Por fin, en agosto de 2013 le llegó su oportunidad de disputar el mundial de la WBO. En territorio forastero, Kovalev se deshizo en cuatro rounds del hasta entonces imbatido campeón, el galés Nathan Cleverly, todo un golpe de autoridad. Un año más tarde, tras tres defensas solventadas por la vía rápida, Krusher se hizo también con los cinturones de la IBF y de la WBA al imponerse con claridad a los puntos al extraordinario abuelo del boxeo, Bernard Hopkins.

Un sabio del boxeo que, a pesar de ser de los pocos que ha llegado al final de la ruta ante el noqueador ruso, jamás tuvo opciones de victoria ante el buen boxeo y la tremenda fortaleza física de su rival. Cuatro nuevas defensas de Kovalev le dejan ahora a las puertas de su supercombate ante Ward, a priori el más importante y complicado de su demoledora carrera.

WARD, UN SUPERDOTADO SIN CARISMA

La trayectoria de Andre Ward es realmente excepcional. Lleva 23 años sin perder un solo combate, desde que tenía 14 años y tan sólo pesaba 60 kilos. Hijo de un irlandés que fue boxeador amateur y una madre afroamericana cuya adicción al crack dejó sin apenas presencia en la infancia de Andre. A los nueve años, Frank Ward llevó por primera vez a su hijo al gimnasio. Allí conocería a la persona más influyente en su vida, su entrenador Virgil Hunter, con el que inseparablemente sigue trabajando hoy, y que además, sobre todo a raíz de la prematura muerte de Frank, ejerce de amigo, consejero y mentor.

Andre sabe que, desde el primer día, Hunter no sólo se interesó por Ward como boxeador sino principalmente como persona. Ward, por condiciones físicas y por mentalidad, estaba hecho para el boxeo. Rara vez se ha visto un deportista tan dominante desde sus principios. Fue en dos ocasiones campeón de los Estados Unidos, ganó todos sus combates en las eliminatorias de acceso al equipo nacional americano y se proclamó campeón olímpico en los Juegos de Atenas 2004.

Pese a que su medalla de oro fue la única conseguida por el boxeo estadounidense en dos ciclos olímpicos, Ward no tuvo ni mucho menos el recibimiento mediático de otros campeones olímpicos. Quizá porque el boxeo olímpico ya no era tan seguido por el gran público como años atrás, quizá porque su sonrisa no deslumbra como las de Sugar Ray Leonard u Óscar de la Hoya, o tal vez por el enfoque eminentemente táctico y estratégico de su boxeo. Tampoco levanta controversias como Mayweather. Ward es un aplicado científico, como una fusión entre Floyd y Hopkins, de los de la vieja escuela, un dominador de las perdidas, y no por todos apreciadas, artes y sutilezas del boxeo. 

Cristiano practicante, Ward acude al menos dos veces por semana a la iglesia acompañado por sus hijos y su mujer Tiffinney, a la que conoce desde sus días en el instituto. Al gimnasio acude todavía con mayor frecuencia e idéntica devoción. Fuera de eso, Ward visita regularmente cárceles, reformatorios y centros juveniles. Su juventud no fue fácil y vivió en una comunidad machacada por la droga, y cree que su historia y sus logros pueden servir de ejemplo e inspiración.

Andre Ward recibe un golpe de Alexander Brand.

Andre Ward recibe un golpe de Alexander Brand. Lachlan Cunningham Getty Images

Ward es un zurdo natural que boxea con guardia ortodoxa. Como profesional ha salido victorioso de sus 30 combates, la mitad de ellos antes del límite. Ha sido monarca indiscutido en el supermedio, división que literalmente limpió unificando los tres títulos mundiales más importantes y derrotando a todo campeón o contendiente que se cruzó en su camino. Fueron sus mejores años, entre 2009 y 2011, en los que salió como vencedor absoluto del Torneo Super Six imponiéndose con claridad a campeones como Mikkel Kessler, Arthur Abraham o el británico Carl Froch, ante el que el estadounidense dio una auténtica clase maestra de boxeo en sus tres distancias.

En total, ha disputado siete combates con título mundial en juego, pero sus últimos años han estado marcados por las lesiones y la falta de actividad: sólo cinco combates en los últimos cinco años. Un larguísimo contencioso con su antigua promotora, a lo que se sumó una operación en su hombro derecho, le mantuvieron largas temporadas alejado del cuadrilátero. Fue desposeído de sus títulos por no defenderlos en los plazos marcados, lo que aceleró su decisión de subir al semipesado en busca de nuevos retos.

Tras dos combates de rodaje, se enfrenta ahora al desafío más importante de su carrera. En sus dos últimas citas, Ward salió victorioso aunque llevándose algún golpe de más. Aparentemente, su precisión y sentido del tiempo y de la distancia se habían deteriorado con tanto parón. El californiano sabe que para imponerse a un boxeador como Kovalev, semipesado natural, de buena técnica y extraordinaria fuerza física, necesita recuperar su mejor versión. Quizá entonces sea capaz, por fin, de cautivar al gran público.