Opinión

Partitocracia y hemiplejia moral

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Llevamos tiempo muy malacostumbrados en este ruedo ibérico a una continuada degradación de la política. La res pública se ha sumido en una politiquería bochornosa, en un bazar ideológico televisado. Nos sirven una ración diaria de gresca visceral basada en la descalificación y anatema del contrario. Asistimos a un circo de variedades en el que la presunta sede de la soberanía nacional es continuamente mancillada por unos charlatanes que se ofuscan entre sí con arengas repletas de soflamas y eslóganes manufacturados por sus gurús sociológicos y otros rasputines politológicos.

Áulicos y chambelanes a sueldo de los partidos e instituciones retroalimentan con esperpento una mercadotecnia política que atenta contra el bien común de la nación y que en casi nada obedece a los urgentes intereses generales. La neurosis obsesiva de esta casta se centra en los oráculos de sus pitonisas demoscópicas, las ruedas de prensa y los trending topics de las grullas cibernéticas. Unos y otros llenan sus cuentas corrientes a costa de azuzar el conflicto en la polis, de excitar la hybris social.

El guiñol partitocrático al dictado de sus amos -los oligopolios corporativos y grandes grupos de interés-, ha terminado por capturar la ley y los presupuestos públicos. La libertad política de la nación se ha reducido a la de escoger la miopía desde la cual observar una gigantesca ficción guionizada y amplificada por los consorcios mediáticos más serviles a los mismos poderes.

Los politicastros, disfrazándose de diversos colorines, ocupan los escaños para que la civitas imagine que aún disfruta de soberanía en ese hemiciclo repleto de hienas y buitres henchidos de vanidad y egolatría, para espanto de los dos tristes leones de bronce que estoicamente guardan la puerta de entrada a ese sumidero moral.

En el prólogo para la versión francesa de La rebelión de las masas, publicada en mayo de 1937, Ortega afirmaba: “Ser de izquierdas es, como ser de derechas, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en efecto, son formas de la hemiplejia moral”. En efecto, padecemos una categorización maniquea. Un dualismo burdo y primitivo para una sociedad tan compleja, cambiante y plural como la actual y que además afronta apremiantes desafíos.

Seguimos anclados en logomaquias bipolares y binarias porque mediante la hemiplejia moral este ignominioso espectáculo circense puede seguir celebrando su actuación a costa del erario. La partitocracia escinde y enfrenta. Rompe la fuerza de la nación y tensiona inútilmente a sus súbditos, distrayéndoles de la búsqueda de la unidad nacional y de la misión de construir juntos un destino común. Exacerba las diferencias adrede impidiendo superarlas e incluso respetarlas con lo que nos une, que es mucho más y mejor.

La hemiplejia moral a la que se refería Ortega simplifica todo el espectro político hasta hacerlo raquítico. Los partidos se desenvuelven como clanes tribales de cazadores y recolectores de votos. El electoralismo que ha infectado la democracia impide desarrollar el valor de la palabra y del diálogo, sin los cuales resulta imposible la estabilidad y dignidad de la civitas. El permanente estado de campaña electoral engulle e intoxica la actividad política y la transmuta en una ingeniería social que trata al electorado como un ganado estabulado, encerrado en un redil mental lleno de prejuicios y sin escapatoria.

La mayoría social ha tolerado por mucho tiempo la distorsión del principio de representación, convirtiendo a los más ineptos y mediocres politicastros en ampulosos “hombres de Estado” por el mero hecho de la psicomagia de las urnas. Sin apenas cualificación profesional ni trayectoria acreditada de servicio público y honorabilidad reconocida, el único mérito que se atribuyen la mayoría de nuestros supuestos servidores es el de haber medrado en las estructuras de su partido.

Sólo saben verbalizar promesas llenas de sofismas y falacias. El único arrojo de esta casta es para posar y embaucar a la audiencia desde los platós de la televisión y estar siempre prestos para despellejarse desvergonzadamente en el Congreso.

La representación simulada ha convertido al Parlamento en un corral de tragicomedias en la que parece haber menos cordura que en un frenopático. Los pésimos histriones y sus figurantes se obstinan contumazmente en dar rienda suelta a los más bajos instintos, a su ansia de vileza, a través de una insoportable mascarada.

La partitocracia que padecemos, tan chusca como altanera, actúa contra la nación española, contra la cohesión de su pueblo. Las cúpulas partitocráticas y su tramoya mediática se han convertido desde hace ya bastante tiempo en un “coágulo de sangre podrida que ha engendrado la embolia y parálisis de la nación”, como valientemente ya denunciaba hace más de un siglo el insigne Joaquín Costa, en su carta leída en la tertulia republicana de Madrid, el 12 de junio de 1904.