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A la búsqueda del liberalismo perdido

Donald Trump, presidente de Estados Unidos

Donald Trump, presidente de Estados Unidos Agencia EFE

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Empezamos a vivir tiempos revueltos en la política. Nuevos totalitarismos nos amenazan, ahora en la versión de la rebelión de las minorías étnicas, culturales, sexuales, etc. Nos está pasando en España, donde cada vez se constituyen poderes parlamentarios, desde los Ayuntamientos hasta las mismas Cortes, resultado de un equilibrio entre grandes partidos con grupos minoritarios radicales.

Como resultado de ello se forman Gobiernos minoritarios que toman decisiones que pueden ir en contra del sentir de la mayoría de los electores en asuntos que, además, pueden afectar gravemente a la convivencia ciudadana, como se está viendo en el caso de la rebelión separatista de Cataluña.

 
Hay aquí una tergiversación de la Voluntad General, que como ya sostenía Rousseau, no tiene porqué equivaler a la mera suma de los votos, o Voluntad de Todos. En la democracia española el asunto es grave porque no existe un poder democrático diferente del constituido por los representantes de los partidos en los parlamentos, autonómicos, locales, o incluso ahora el parlamento nacional. Pues al Rey, como Jefe del Estado, solo le corresponden funciones simbólicas de ratificar leyes o funciones de moderación y mera mediación.

Diferente es el caso de una democracia presidencialista como la de USA en la que, como estamos viendo, frente a un Parlamento cada vez más proclive a ceder ante las presiones de minorías, como las culturales o sexuales, introduciendo leyes que pretenden equiparar plenamente derechos de minorías con los de las mayorías naturales, se produjo la irrupción súbita de un Presidente como Trump que surge, según se dice, del voto de la América profunda, del ciudadano libre que rechaza la intervención del Estado en lo que atañe muy de cerca a sus libertades personales, de educación de sus hijos o de sus creencias religiosas. Aquí podemos ver, en la elección directa del Presidente, una limitación democrática del poder parlamentario. 


Ya el filósofo inglés Herbert Spencer proponía, en la época de la Inglaterra victoriana, un renovación del liberalismo en la defensa de los derechos individuales, que consistía en que el poder que debía limitarse ya no era el Poder de una Monarquía Absoluta, como en los tiempos de John Locke y de la Gloriosa, sino el Poder de los Parlamentos, que sustituyen como Soberanos a los Reyes. Porque, decía Spencer, una cosa es quien detenta el Poder (Soberanía) y otro hasta donde llega ese Poder (límites del Poder).

Ortega retomó esta distinción de Spencer y la vio como la única solución para escapar a la crisis de totalitarismo que abrió a principios del siglo XX lo que él denominó, en libro famoso, la “rebelión de las masas”. Dicha rebelión no se reducía solo al Comunismo o al Fascismo, sino que podía adoptar otras formas distintas. Una de ellas, creemos que es la que está ocurriendo ahora mismo como “rebelión de las minorías”, en la que la propia “rebelión de las masas”, que continúa con el entontecimiento cultural propio de la aristofobia de las masas, abre la puerta al igualitarismo utópico y quijotesco de las minorías antes citadas, sin caer en la cuenta de que con ello, lejos de conseguir una mayor igualdad, seremos todos sometidos a las duras y arbitrarias prescripciones que empezamos a ver en lo “políticamente correcto”. 


Ortega, a diferencia de Spencer, creía que, si la democracia venía efectivamente de los antiguos griegos y de la Inglaterra moderna, el liberalismo procedía de los germanos medievales. Spencer, sin embargo, solo veía en estos el militarismo prusiano, tan opuesto al pacifico y laborioso industrialismo inglés. Pero Ortega ya veía el origen de la insobornable libertad personal moderna en la limitación del fuero feudal frente al poder centralizador del monarca.

Hoy vemos una nueva versión de ese poder limitador en el voto de la América profunda del “cow boy” frente al poder de los políticos de Washington. En tal sentido ni en España, ni en toda Europa, tenemos algo parecido. Inglaterra lo tuvo hasta hace bien poco en sus orgullosa y elitistas aristocrácia. Pero hoy, también en ella, la Monarquía es meramente un poder simbólico y la Cámara de los Lores está subordinada a la de los Comunes, en la que rige lo que aquí denominamos “partitocracia”.

Por ello lejos de considerarnos como europeos con derecho a mofarnos del fenómeno Trump y de las maneras bruscas o “populistas” de la Democracia Americana, deberíamos volver a pensar por nosotros mismos, aunque con la ayuda, por supuesto de reconocidos grandes pensadores como Spencer y Ortega, la nueva crisis de la democracia liberal a la que nos estamos enfrentando. Pues no solo nos enfrentamos a ella en nuestra siempre tardígrada y atrasada España en estos asuntos modernos, sino que la crisis es, de nuevo, mundial