Portada de 'Lux'.
Rosalía
Hasta hace apenas una semana, el nombre de Rosalía no me decía nada. Apenas lo asociaba con una música muy joven, de un mundo distinto al mío. Pero fue a raíz de un comentario del obispo Munilla sobre la película Los domingos cuando algo me llamó la atención. El obispo hablaba en términos elogiosos de ambos trabajos. Y, para mí —católico y profundamente anticlerical—, aquello fue motivo de ceño fruncido e inmediata sospecha.
De la película, la veré cuando llegue a Movistar; pero de Rosalía, la curiosidad me llevó a buscar un videoclip.
Hacía décadas que no veía un vídeo musical desde Thriller, de Michael Jackson —hagan cuentas—, y lo que vi en tres minutos de esta artista me pareció una genialidad sin paliativos. Desde Bohemian Rhapsody no había visto nada parecido. Lo vi repetidas veces, plano por plano. Hay temporadas enteras de Netflix que no alcanzan la potencia visual y conceptual de una sola secuencia de este vídeo. Me fascinó.
Tanto es así que hoy vi en diferido la entrevista de Broncano a nuestra diva. Yo no suelo ver cadenas nacionales —y la española, menos aún—. La entrevista, típica de ese presentador, no pasa de lo previsible, pero la salva la espontaneidad de la diva que tiene enfrente. Acento de charnega, cuerpo de chica normal de gimnasio, antítesis de las modelitos de ahora, y simpatía de barrio. Me fue conquistando desde una sencillez que no se aprende en las escuelas de marketing.
Me gusta deslumbrarme de vez en cuando. Se nota cuando una artista hace arte, con todo el riesgo que implica crear desde la autenticidad. No sabría decir si su mensaje es de Lux o de lo contrario. Me da igual. Y, desde luego, poco me importa si a los obispos les gusta o no: prefiero no escuchar a esos pájaros.
Rosalía es una gran artista. Provoca, emociona, desconcierta y no deja indiferente. En tiempos de ruido y algoritmos, reconforta descubrir que aún hay quien es capaz de provocar asombro genuino.