El eurodiputado y líder de Se Acabó La Fiesta (SALF), Luis 'Alvise' Pérez, a su llegada al Tribunal Supremo. Europa Press
De tabernas, eurodiputados y TDAH
Vivimos en una sociedad de fascinantes y dolorosas contradicciones. Una sociedad capaz de movilizar miles de euros en pocos días para financiar la apertura de una taberna o apoyar la campaña de un aspirante a europarlamentario, pero que permanece sorda cuando se trata de costear el tratamiento psicológico de niños y niñas con TDAH. No es solo una anécdota: refleja un sistema de valores que urge cuestionar.
Las plataformas de crowdfunding han demostrado el enorme poder de la generosidad colectiva. Ideas creativas cautivan al público y logran financiamiento récord: tabernas con un concepto atractivo, campañas políticas con lemas pegajosos o videojuegos nostálgicos. Todas estas causas abren nuestras carteras con sorprendente facilidad. ¿Por qué resultan tan atractivas? Su éxito parece radicar en la capacidad de satisfacer necesidades inmediatas: entretenimiento, identidad social o la ilusión de pertenecer a algo mayor. Financiar una taberna se convierte en la oportunidad de unirse a un impulso colectivo que ofrece recompensa emocional, aunque sea fugaz.
Mientras tanto, miles de familias enfrentan los retos diarios del TDAH. A la carga emocional se suman la exclusión social, la baja autoestima, la ansiedad e incluso la depresión. Los padres hacen enormes esfuerzos para pagar terapias privadas debido a las listas de espera públicas, que pueden prolongarse meses o años. El TDAH afecta a cerca del 5% de los niños, pero el tratamiento integral solo está al alcance de unos pocos. La terapia psicológica, fundamental para manejar la condición y reforzar la autoestima, cuesta entre 60 y 120 euros por sesión. Para una familia promedio, esta carga económica suele volverse insostenible. Sin embargo, campañas de apoyo al TDAH rara vez reciben atención o recursos. ¿Por qué? Porque el dolor humano no vende tanto como la narrativa de un negocio “innovador” o la gesta de un eurodiputado que promete revolucionar Bruselas.
Nuestra empatía parece regirse por leyes económicas. Reaccionamos mejor ante causas que ofrecen algo tangible: un producto, una experiencia o la aprobación social de haber apoyado algo “genial”. ¿Qué se obtiene al costear la terapia de un niño con TDAH? Únicamente la satisfacción personal de haber contribuido al bienestar de alguien vulnerable. Para muchos, esto no resulta tan atractivo como participar en una campaña política llamativa o un proyecto cultural. Esta lógica revela un rasgo incómodo: tendemos a priorizar lo que nos beneficia, aunque sea mínimamente, sobre lo que solo ayuda a otros.
Las consecuencias de esta hipocresía son graves. Un futuro lleno de peligros es lo que resulta de una sociedad que prioriza el entretenimiento por encima de la salud mental infantil. Los niños con TDAH que no reciben tratamiento tienen una mayor probabilidad de dejar la escuela, tener problemas de comportamiento, consumir sustancias y encontrar dificultades laborales al llegar a la adultez. El costo social y económico de esta negligencia crece de forma exponencial.
Invertir temprano en su tratamiento, en cambio, transforma vidas y genera beneficios colectivos duraderos.
No se trata de demonizar los recursos destinados a tabernas o campañas políticas, que también pueden tener valor social y económico. El problema es el desequilibrio de nuestras prioridades. Necesitamos construir una cultura de la donación más consciente, que combine satisfacción personal con impacto social. Ello requiere informarnos sobre las necesidades reales de nuestra comunidad y revisar nuestros impulsos de generosidad inmediata.
La pregunta es inevitable: ¿Qué sociedad queremos ser? ¿Una que celebra cada nuevo comercio mientras ignora el llanto silencioso de los niños que luchan por entender su propia mente? ¿O una que apuesta por la verdadera prosperidad midiendo el modo en que tratamos a los más vulnerables?
La respuesta no solo nos define hoy, sino también quiénes seremos mañana.