José Luis Ábalos, Pedro Sánchez y Santos Cerdán en el Congreso de los Diputados.

José Luis Ábalos, Pedro Sánchez y Santos Cerdán en el Congreso de los Diputados. Efe

El Evangelio según San Mateo

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Una traducción al lenguaje actual del evangelista San Mateo (que vendría a ser como Pedro J. Ramírez: alguien que observa las cosas, las analiza y las cuenta) nos pondría sobre la pista de comportamientos humanos repetitivos a lo largo del tiempo. No es el único, pero viene al pelo cuando vemos a tantos moralistas predicando normas para que las cumplan otros.

En Mateo 23:3, el cronista nos traslada un consejo de parte de Jesús: "Haced lo que dicen, pero no hagáis lo que hacen" (traducción libre, pero respetando íntegramente la voluntad del autor). Se refería a los escribas y fariseos, hipócritas de pro que pasaban su tiempo atosigando a la gente con discursos moralistas mientras sus obras se apartaban de sus propios predicados.

Esta cuita me ha venido a la mente mientras escuchaba a Pedro Sánchez en una de sus enseñanzas magistrales en torno a la corrupción y la asunción de responsabilidades. Qué hombre más falso y qué bien lo retrató Mateo hace dos mil años.

Porque Sánchez sabe perfectamente lo que hay que hacer, sabe cómo son las cosas y sabe explicarlo, pero su conducta, su comportamiento, es lo más alejado de lo que predica. Y todo se puede ver nítidamente: es transparente. Dice a los demás qué han de hacer, pero él lo ignora; y lo curioso es que asegura que lo hace. Y se comporta así incluso con los suyos.

Un ejemplo: Ábalos y Koldo. El primero debió asumir responsabilidades por las andanzas del segundo, su asesor; pero él, Sánchez, no asume ninguna responsabilidad por Ábalos ni por Cerdán, peones de su máxima confianza y nombrados expresamente por él, uno detrás del otro. Hoy sabemos que tampoco se da por aludido por la condena al fiscal general del Estado, nombramiento de su exclusiva competencia.

Sánchez sabe lo que tiene que decir y lo dice: no importa si lo que afirma se corresponde con alguna realidad o tiene algún respaldo fáctico. Lo dice por interés, porque sabe que, de ser cierto que sus palabras coinciden con su conducta, sería un ejemplo a seguir y, sobre todo, a apoyar.

¿Quién no ha oído a Sánchez repetir una y otra vez que "ante la corrupción, tolerancia cero" y que "nosotros hemos asumido responsabilidades, no como otros"? Él sabe que eso es mentira, pero sabe que es lo que debería ser; por eso lo dice y lo repite hasta la saciedad, intentando incrustar en la memoria colectiva —la memoria reciente, que es la que cuenta— esa imagen de hombre honesto y cabal que lleve a la gente a depositar en él su confianza.

Sánchez es un político hábil, hábil y sin escrúpulos, y lo apuesta todo a que los ciudadanos recuerden la vaselina que les ha aplicado el último día y olviden el palo que les ha estado introduciendo por el ano durante siete años.

Y una cosa que no falte: parte integrante de su pertinaz hipocresía es el empeño por justificar las razones por las que conductas que él siempre ha exigido a sus adversarios no le son exigibles a él.

Si a este fariseísmo endémico en su personalidad le añadimos el tinte de superioridad moral que se atribuye, quizás —solo quizás— podamos entender su atrevimiento para juzgar a jueces, condenar a adversarios y redactar el código ético para los periodistas.

Jesús Peinado Quintana