Ilia Topuria, en el photocall de la premiere del documental 'Topuria: Matador'

Ilia Topuria, en el photocall de la premiere del documental 'Topuria: Matador' Europa Press

¡Que viva Topuria!

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Lo que ocurrió en la Vuelta a España no es una travesura ni una excentricidad: sembrar chinchetas en el asfalto por donde pasa un pelotón es un acto de sabotaje y violencia callejera, señal del deterioro social y político.

Nada es casual ni fruto del azar: estos ataques a la convivencia, el desprecio por las normas básicas del respeto cívico y el deterioro del lenguaje público son parte de un diseño y propósito orquestados desde los rincones más oscuros del ecosistema antisistema para erosionar las instituciones, sembrar caos y normalizar el enfrentamiento. Guerrilla ideológica deliberada.

Ni siquiera la Policía se libra del sabotaje. En este clima de señalamiento constante, sospecha institucional y orden público convertido en moneda electoral, los propios agentes podrían pedir un superhéroe que los proteja, porque mientras los políticos legislan desde despachos y se lavan las manos, muchos dirigentes temblarían si tuvieran que cumplir las órdenes que dictan con el uso indebido y corrupto del poder político.

Antes, la Policía tenía la exclusiva legítima del uso de la fuerza para garantizar la convivencia. Ahora eso se duda según quién sufra la violencia, quién la ejerza y qué hashtags circulen.

Esta permisividad no solo cuenta con la tolerancia del Gobierno, sino que goza de su complicidad activa: el silencio es cómplice; el aplauso, participación directa. Cuando desde las más altas instancias se tolera o incluso se alienta el desorden, no estamos ante una crisis institucional, sino ante una demolición controlada, sufrida por todos.

En España, lo anómalo es lo normal. La política ya no ofrece soluciones: fabrica frustraciones y destrucción. Y no se salvan ni las viejecitas, que intentan cruzar calles en esta jungla urbana de patinetes que vuelan, coches que no frenan y semáforos eternos cuando hay prisa. Nadie está seguro: chinchetas también para ellas. La señal es clara: ni el paso de cebra es territorio seguro.

Propongo que nos pongamos serios y exijamos lo que esta tierra lleva necesitando desde hace tiempo: un superhéroe. Un defensor de lo cotidiano, cruzado del paso de peatones, guardián del carril bici. Si es español, mejor; si viene armado con el ingenio de Ibáñez, el coraje del Capitán Trueno o la nobleza de El Jabato, mejor todavía. Porque algo que aún une a este país es la nostalgia por los héroes de cómic que, con más voluntad que medios, salvan el día mientras los poderosos se esconden. Los de antes, no la versión acomplejada actual.

Nos entretienen con discursos vacíos, promesas recicladas y debates diseñados para dividir, nunca para construir. Con la polarización constante, los pequeños actos de sabotaje se multiplican. Las chinchetas no son una gamberrada ni un grito legítimo de protesta. Los que las colocan no están hartos: están cómodos en el caos que ellos mismos generan, con impunidad, respaldados por discursos irresponsables y permisividad desde lo alto. No es protesta ni indignación legítima, es un claro delito flagrante. Los verdaderamente hartos son quienes respetan las normas y rehúsan sembrar violencia, pero que a menudo son ignorados y silenciados en medio de este deterioro cívico.

Lo visten de protesta, lo maquillan de desobediencia civil, lo justifican como una "respuesta popular". Pero cuando se atenta contra la seguridad, se lanza el mensaje de que todo vale y se siembra el miedo con impunidad, lo que se está cultivando es una revolución, y lo saben.

Espero que, con esto y todo lo demás, a modo efecto mariposa, la mariposa ya no bata sus alas y empiece a soplar: con suerte, un huracán ciudadano que limpie las carreteras de chinchetas y los discursos de odio encubierto, que limpie la atmósfera política viciada que se respira en las alturas del poder. Porque el aire está podrido y ya es hora de ventilar.

Esta vez no se puede culpar a la ultraderecha, ni a la derechita cobarde, ni al cambio climático, ni a una borrasca con nombre exótico. Esta vez, la responsabilidad viene de arriba. De palabras lanzadas con aparente calma pero con intención destructiva, que no buscan unir sino fracturar, que algunos interpretan como licencia para actuar y que generan caos.

El vandalismo ya no es solo físico, también es institucional, discursivo y mediático. Contra eso, solo queda una cosa: recuperar la cordura, exigir responsabilidades y, por qué no, invocar a nuestros héroes de toda la vida.

Así que sí: ¡Que viva Ilia Topuria! Porque al menos él, en medio de tanta simulación, ofrece algo real, físico, tangible y valiente. Porque él no pone chinchetas. Las quita. A puñetazo limpio: lo que va quedando.