Claudia Cardinale

Claudia Cardinale

La Cardinale

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He tardado en ver El Gatopardo en la nueva versión de Netflix. No por respeto reverencial al trabajo de Visconti, ni por las interpretaciones de Lancaster y Delon, sino por una traición imperdonable: la ausencia de la mejor escena que se ha escrito en un guion. La carcajada de Claudia Cardinale en la comida del castillo de Donnafugata.

Si hay que condensar en un solo instante toda la biografía artística de Cardinale, es ese. Tres segundos que valen más que cualquier discurso: la irrupción de la vida en una mesa decadente, sofocada de calor, rancia de rosarios y clasismo. Su risa vulgar —nacida de un chiste fuera de lugar— atraviesa el aire enrarecido y abre una ventana inevitable. Es el mejor eslogan para la lucha de clases: la sensualidad desbordante, la vitalidad de la arribista que conquista desde abajo y derrumba, sin saberlo, a una aristocracia cansada que solo anhelaba morir.

He visto la nueva versión, lo confieso, y me ha parecido extraordinaria, incluso más completa que la película. Pero —adivínenlo— echo de menos a la Cardinale. Porque para mí, la “Gataparda” es ella. Ante un reparto sublime, Claudia no interpreta un papel: lo trasciende. Es la reina. El símbolo de la mujer moderna, con virtudes y defectos, como una Escarlata O’Hara italiana a la que todos, sin remedio, sucumbiríamos.

De Claudia Cardinale podría contarse mucho. Pero a mí me basta esa carcajada en Donnafugata. En apenas tres segundos está toda su vida, toda su obra y toda su leyenda.

Claudia Cardinale, descanse en paz.