Manifestación en Zaragoza Casa Palestina
El gozo en Gaza de la izquierda sectaria
La izquierda española ha hecho del silencio un arma y de la doble moral un dogma. Con la voz en grito para Gaza y la boca cosida para Cuba, Venezuela, China, o cualquier otra dictadura comunista de la órbita. Con lágrimas teatrales para denunciar al "imperialismo yanqui", o el terror del genocidio, o los abusos de Trump, pero con un mutismo sepulcral ante las cárceles donde se pudren opositores, donde la tortura no es un rumor sino un sistema. No hay mayor hipocresía que la del que se proclama guardián de la justicia universal y termina siendo el notario complaciente de las peores dictaduras, de los peores abusos, de los más abyectos crímenes.
El caso de algunos actores resulta paradigmático. Javier Bardem, tan dado a repartir sermones contra Israel, tan amigo de proclamar su compromiso con los pueblos oprimidos, se vuelve estatua de sal cuando toca hablar de la represión chavista, de los presos políticos en La Habana, de la censura que asfixia en China...
La alfombra roja se transforma en tapete moral: se pisa hacia donde conviene, se esquiva lo que incomoda. Y mientras tanto, el público aplaude la pose revolucionaria sin preguntar por las contradicciones.
La memoria selectiva alcanza también a nuestra historia reciente. Con ETA se practicó la misma alquimia moral: el silencio. Hubo demasiados intelectuales, artistas y políticos que prefirieron callar ante los tiros en la nuca, ante las extorsiones y las bombas lapa, porque resultaba incómodo señalar a los verdugos cuando se compartían trincheras ideológicas contra el "enemigo común". Hoy callan ante las torturas de regímenes comunistas igual que ayer callaron ante el zulo y la sangre.
Se dirá que no es lo mismo, que hay matices, que la política internacional es compleja. Pero la decencia no admite cláusulas ni excepciones. Si se denuncia la violencia, se denuncia siempre; si se condena la opresión, se condena sin importar el color de la bandera. De lo contrario, la justicia se convierte en farsa, en ese teatro de sombras donde la izquierda española lleva décadas ensayando.
Han hecho del doble rasero un credo: Gaza es un clamor, Ucrania apenas un murmullo; Palestina es pancarta, Hong Kong es ausencia; Israel es el mal absoluto, mientras que La Habana y Caracas son destinos turísticos de conciencia tranquila. La izquierda no se equivoca por falta de información, sino por exceso de cálculo: sabe dónde levantar la voz y dónde le conviene agachar la cabeza.
Y así, entre la impostura de unos y la complicidad de otros, España asiste a un espectáculo grotesco: los que se autoproclaman guardianes de los derechos humanos se convierten en cómplices de su vulneración; los que dicen luchar contra la opresión terminan siendo sus mejores propagandistas.
El muy corrupto y autócrata Sánchez ha entendido perfectamente que azuzar la división y el odio entre españoles le renta. Le permite estar un día más. Junto con el millonario y comisionista Zapatero y con todos los resortes del Estado y su coro de periodistas serviles han decidido que ahora toca jugar con el dolor del pueblo gazatí.
Usar a las víctimas, y usar una ya desproporcionada respuesta de Israel, le ha permitido tapar toda la corrupción de su Gobierno, de su partido y de su entorno familiar. Ha ganado días, acaso unos meses.
No ha perdido más, porque decencia ya no tiene, escrúpulos no le quedan y la poquita integridad que para algunos aún conservaba ha terminado por abandonarle del todo.