Pedro Sánchez, en la tribuna del Congreso, durante su comparecencia sobre la trama de corrupción. Efe
Pedro no viviría en Downing Street
Me causa sonrojo recordar que el partido conservador británico provocó la dimisión de Boris Jonhson por la celebración de una fiesta en tiempo de Covid. Después de eso, la primera ministra elegida para sustituirlo duró un mes y medio, porque, si no recuerdo mal, planeó mal la reforma fiscal –o algo parecido–.
Los ingleses tienen un alto concepto de sus instituciones y las protegen, esta es la circunstancia diferencial. Se trata de un pueblo con un fuerte sentido de la libertad y de las reglas de juego democráticas. Recuerdo que Tony Blair tuvo que negociar la guerra de Irak con los conservadores por la sencilla razón de que 138 diputados laboristas, votaban en contra. La razón es que el diputado electo en cada distrito se debe a sus electores, en lugar de seguir las directrices de su partido.
Me llama la atención que, por lo demás, los británicos no consientan que el Estado les obligue a llevar un documento nacional de identidad. Me parece correcto que la BBC no sea seguidista del gobierno de turno, o que la pasta se administre por el jefe de la oficina presupuestaria del Parlamento, esto debido a que ese órgano legislativo aprueba los presupuestos, controla el gasto y fiscaliza a los adjudicatarios.
Todo viene de la Revolución de 1688, llamada Gloriosa o Incruenta. Jacobo I quería imponer un rey católico como sucesor, para ello buscó diputados a afines y quiso controlar la independencia de los jueces. El Parlamento, que siempre ha tenido un poder paralelo a la Corona en esos lares, se rebeló. Llamó a Guillermo de Orange, casado con la hermana de Jacobo I y, sin violencia, derrocó al rey estableciendo uno nuevo estatus quo en virtud del cual se estableció que el rey se asesorara obligatoriamente de la mayoría parlamentaria, encabezada por un primus inter pares –nacía así el primer ministro–; que el Parlamento controlara el presupuesto del rey, que dejó de ser vitalicio, así como el del ejército; y que los jueces fueran inamovibles e independientes.
Por otra parte, en un continente larvado por la guerra de religiones, Inglaterra decretó la tolerancia religiosa a cambio de que el Rey siempre fuera anglicano. Había nacido la democracia parlamentaria más grande de la historia.
Imaginarme a Pedro Sánchez en el 10 Downing Street resulta imposible porque no hubiera durado ni lo que dura un caramelo a la puerta de un colegio. Le hubieran echado los propios laboristas. Hemos de preguntarnos cómo un bochorno democrático tan grande, como el que representa nuestro actual presidente de gobierno, ha sido posible más allá de su arbitraria voluntad y de que haya podido vampirizar a su partido para luego intentar vampirizar al Estado, porque de la respuesta a esto depende nuestro futuro.
La falta de separación de los Poderes del Estado, las elecciones no representativas, la supeditación de la sociedad civil a los partidos políticos, esclerotizados en una endogamia seguidista sin sentido crítico, pueden ser parte de la explicación. La otra parte es nuestra escasa capacidad de vertebrarnos en un proyecto común.
Si Ortega habló de la España Invertebrada, Julián Marías confiaba en una España inteligible capaz de proyectarse un día hacia el futuro. Y en esa vía, llamada tercera, quizás Unamuno tenga algo que recordarnos.