Sánchez admite que vio razones para dimitir y los socios dejan abierta la puerta a elecciones si escala el escándalo
La corrupción se llama Pedro y su apellido es Sánchez
El poder, cuando se desnuda de principios, no es más que una hoguera donde arden los últimos restos de la decencia. Y en esa lumbre, entre llamaradas de ambición y cenizas de promesas rotas, entre las palabras huecas de un indecente y la complicidad calculada de quienes le sostienen, se agita la silueta de Pedro Sánchez convertido en una calavérica figura maquillada en exceso. No es el primer político que sucumbe a la tentación de confundir el Estado con su patrimonio, pero sí el más hábil en disfrazar su caída como un progreso inevitable, sus contumaces mentiras como fruto de la convivencia.
Hay corrupciones que no huelen a dinero fresco, sino a despachos cerrados y pactos susurrados. No dejan rastros en cuentas offshore, pero corroen los cimientos de lo público hasta convertirlo en un teatro de sombras. Sánchez, maestro en el arte de lo impune, ha perfeccionado el juego: gobernar no para transformar, sino para permanecer; no para servir, sino para sobrevivir.
Los escándalos bailan a su alrededor como aves de mal agüero que nunca llegan a posarse. ¿Qué importa que sus dos manos derechas husmearan en vidas ajenas, que hayan seguido acrecentando la historia corrupta de ese chiste malo de los cien años de honradez, que la prostitución y la cocaína sean ya sinónimos de un Psoe doblegado? Todo se desvanece en la niebla de la desmemoria, ese invento genial de quien sabe que los españoles no somos capaces de indignarnos porque el olvido nos alcanza con celeridad inusitada.
Pero lo verdaderamente genial —lo diabólicamente brillante— ha sido su alquimia moral: convertir el chantaje en diálogo, la rendición en estrategia, la traición a los principios propios en virtud republicana. Ha desarmado a sus críticos no negando las contradicciones, sino abrazándolas con sonrisa de mármol. ¿Indultar a golpistas? Justicia social. ¿Repartir España a trozos? Convivencia democrática. ¿Enterrar el socialismo bajo montañas de pragmatismo? Realismo necesario.
Mientras, la oposición observa desde la penumbra, temerosa de que cualquier gesto demasiado virulento rompa el hechizo que mantiene a Sánchez en pie y a ellos en la antesala del poder. Feijóo, ese espectador de su propio drama, parece creer que el tiempo hará por él lo que su coraje no alcanza. Aguarda, como un heredero pálido, a que el trono se deshaga solo entre las manos de su dueño.
Y así, entre la cobardía de unos y el cinismo de otros, España se convierte en el escenario de una tragedia griega moderna: un rey que ya no cree en su reino, un pueblo que aplaude su propio despojo, y un futuro que se adelgaza como la luz al final del otoño.
Y cuando todo pase, cuando en los libros se busque un nombre para este tiempo turbio, para este derrumbe institucional sostenido por propaganda, chantaje y traición, no hará falta mucha retórica. Bastará con recordar que la corrupción no fue una sombra pasajera, ni una metástasis terminal. Fue un rostro, una firma, un nombre propio.
La corrupción se llamará entonces Pedro y su apellido será Sánchez.