España gastará en pensiones casi 400.000 millones de euros durante 2023 y 2024. La cifra es similar a la del PIB de países como Dinamarca, Emiratos Árabes Unidos o Noruega. En 2023, el Gobierno invertirá 190.687 millones de euros en pensiones, el 42% de los Presupuestos Generales del Estado. En 2024, el gasto superará los 200.000 millones. 

Resulta difícil calibrar la magnitud de una cifra tan descomunal como esta. Pero basta con saber que en 2002 el gasto en pensiones fue de 64.958 millones de euros. En 2012, de 115.825. En 2022, de 171.165. En sólo un año, el que va de 2022 a 2023, el gasto se incrementará en casi 20.000 millones de euros. 8.000 millones de euros más que el presupuesto conjunto de Sanidad y Educación, que apenas supera los 12.000.

El motivo de este incremento exorbitante es la decisión de indexar las pensiones al IPC con la inflación desbocada. En mayo, el Banco de España alertó de que indexar las pensiones al IPC, sin siquiera distinguir entre pensiones máximas y mínimas, obligaría a hacer recortes en el futuro. 

Según el Banco de España, el diseño de un sistema capaz de sostener las pensiones en el futuro, con una población envejecida y una base de cotizantes cada vez menor en términos relativos, debe producirse tras "un debate riguroso sobre el nivel de prestaciones deseado y los recursos necesarios para su financiación". 

Pero ese debate no se ha dado. Y el Gobierno, con el ministro José Luis Escrivá como máximo responsable, ha dado una patada adelante al problema generando un agujero en las arcas del Estado que tendrá graves repercusiones en la economía de las empresas y los trabajadores españoles. Y muy especialmente en los del sector privado.

Los problemas del sistema son varios, pero entre ellos destaca el de no haber adaptado las pensiones a lo realmente cotizado. Así, muchos pensionistas españoles cobran más de lo que han aportado al sistema, muy por encima de la rentabilidad de sus ahorros. Algo que obliga a un sobreesfuerzo a los cotizantes actuales, que ven cómo se les incrementa la presión fiscal haciéndoles imposible ahorrar con vistas a un futuro en el que sus pensiones serán, previsiblemente, mucho menores. 

Un segundo problema del sistema actual es que su voracidad hace insostenibles los sistemas privados de pensiones, dado que la capacidad de ahorro de los ciudadanos es cada vez menor. Es obvio que una de las soluciones al problema sería una cooperación mayor entre el sistema público y el privado de pensiones, como ocurre en buena parte de Europa. Pero prejuicios ideológicos y de otra índole han obstaculizado hasta ahora esa necesaria cooperación.

Además, el incremento de las cotizaciones que debería servir para sostener el incremento del gasto ni siquiera llega a cubrir una pequeña parte de esa subida (los expertos hablan de un raquítico incremento de 2.000 millones de euros en recaudación por dicho incremento). Mucho menos si la inflación, como ha sido el caso, se dispara hasta niveles inéditos. 

La injusticia es evidente. Los trabajadores de ayer reciben por encima de lo aportado y los de hoy pagan muy por encima de lo que recibirán en el futuro. Y eso supone, lisa y llanamente, la quiebra de la solidaridad intergeneracional. Los jubilados de hoy están asfixiando a los jubilados de mañana. 

Pero la culpa, evidentemente, no es de esos jubilados, sino de la incapacidad de los partidos para ponerse de acuerdo en una reforma del sistema de pensiones que lo haga verdaderamente sostenible. Pero sobre todo es culpa del Gobierno actual, que ha blindado las pensiones de la generación del Baby Boom a costa de las clases medias y trabajadoras de hoy, pero sin garantizar a cambio su sostenibilidad futura.

No parece que vaya a ser este Gobierno el que coja las riendas del problema y le explique a los españoles que el sistema de pensiones actual es insostenible. Es más probable que deba ser el siguiente, ya sea del PP o del PSOE, el que se tope con esa obligación. Pero lo que es evidente es que si el Gobierno no soluciona el problema, lo solucionará Bruselas.

Y ese, el camino griego, sería de hecho un mal menor para España. Porque la alternativa es que sea la inercia la que acabe quebrando el sistema.

Lo sensato sería, en definitiva, asumir la realidad y empezar a trabajar en una alternativa que no convierta a los españoles en siervos al servicio de un sistema de pensiones pantagruélico e insaciable.