No es necesario alinearse con el putinismo o el ultranacionalismo ruso para horrorizarse por la muerte de Daria Dugina. No sólo por el desgarro que produce el asesinato de un ser humano, sino por la brutalidad de los recursos utilizados. Nada se sabe y poco se intuye del motivo, el origen y los autores. Pero sí de la explosión y de unas elucubraciones que crecen a toda velocidad, sin previsión de que el interés decaiga con el paso de las horas.

Quien murió fue Daria Dugina, víctima de un ataque con coche bomba. Pero el objetivo aparente era su padre, Alexander Duguin, un culto y perturbado pensador conocido dentro y fuera de Rusia por su ideario supremacista y su respaldo sin fisuras a las sanguinarias acciones del Kremlin en Ucrania, Georgia o Siria.

Su poder de influencia sobre Vladímir Putin se ha sobredimensionado. Pero nadie negará que es el rostro intelectual del ultranacionalismo ruso que implora la aniquilación de Cartago (como se refiere a las democracias occidentales) y promueve el expansionismo que somete a Ucrania y pone en guardia al resto de europeos.

No son menos populares las opiniones de su fallecida hija en tertulias televisivas, mítines y ensayos. La genuina ruindad de sus discursos erizaba la piel. Como su padre, Dugina celebró durante meses los crímenes de guerra contra los ucranianos, a quienes reducía a “animales”, y defendió posicionamientos que evocaban a las peores ideologías del siglo XX.

Pero nunca hay dignidad ni orgullo en el crimen, sólo muerte. Ninguna palabra justifica el precio de la sangre, y todo acto de terrorismo llena de oprobio la causa que lo invoca. Nadie podrá depurar la atrocidad del asesinato de una intelectual, de un civil indefenso, por viles que sean sus valores y por repulsivo que sea su espíritu. No hay disculpa posible para los autores, sean quienes sean, y sea o no su propósito laminar la tiranía de Putin o la ideología que la sostiene.

¿Quién lo hizo?

El atentado recordó al horror checheno. Pero, en esta ocasión, el pensamiento se dirigió en otras direcciones. Las primeras sospechas se depositaron en el FSB, servicio secreto heredero del soviético KGB, que está detrás de una quincena de asesinatos de importantes magnates, espías y políticos disidentes en los últimos diez años. También en los ucranianos, que desmintieron con rapidez su implicación.

Algunos plantearon la posibilidad de un ataque de falsa bandera, que no tendría por qué ser el primeros de Putin dentro de Rusia. Algunos investigadores llegaron a señalar al entonces candidato a la sucesión de Yeltsin como culpable de varios atentados en 1999 de los que responsabilizó a los chechenos, a los que respondió con un puño de hierro que infló su popularidad.

Al cabo de unas horas, un grupo aparentemente paramilitar contrario al régimen de Putin y a la invasión de Ucrania se atribuyó el atentado, con un comunicado donde defiende que “las personas oprimidas tienen derecho a rebelarse contra los tiranos”. Pero sería precipitado aceptar la confesión como cierta.

¿A quién favorece?

Como sea, al margen de la monstruosidad o la autoría, cabe preguntarse a quién beneficia un acto que se puede volver con facilidad contra sus perpetradores, en la medida de que sean opositores a Putin.

Es probable que el régimen responsabilice a los ucranianos o a los disidentes prooccidentales para alinear a la opinión pública con la línea dura, para crear un clima de comprensión en un escenario de por sí favorable. Hay encuestas que reflejan un apoyo a la “operación especial” en Ucrania superior al 66%.

Sin embargo, como apunta Nicolás de Pedro en EL ESPAÑOL, no se puede obviar la otra cara de la moneda. Esta estrategia proyectaría la realidad de un régimen lejos de ser infalible, donde los servicios secretos son incapaces de repeler a unos enemigos capacitados para golpear “de manera selectiva” en el corazón de Rusia, y "potencialmente inestable por las tensiones internas".

Todas las hipótesis son posibles y los análisis fluctuarán. Pero el atentado contra los Dugin arroja una certeza. Ninguna causa es justa si aplica el terror y la violencia que dice combatir.