TEATRO

'La cocina'

La cocina.

La cocina.

  1. Opinión

Crítica teatral a La cocina texto de Arnold Wesker, versionado y dirigido por Sergio Peris-Mencheta, en el Teatro Valle-Inclán, de Madrid, en producción del Centro Dramático Nacional.

Bertolt Bretch decía que “en el teatro contemporáneo no es necesaria una escenografía, aunque sigue siendo importante el papel de la misma”. Sin embargo, en la versión que dirige, y nos presenta, Sergio Peris-Mencheta sobre La cocina, primera obra teatral escrita por Arnold Wesker, en 1957, de las cuarenta y dos creadas por él, tras su experiencia como cocinero en el Bell Hotel de Norwich; todo queda subsumido a una magnífica, y detallada, representación de una gran cocina de hotel, con veintiocho personajes, representados por veintiséis actores en escena, que entran y salen de la misma con total verosimilitud.

Todos los medios disponibles del Teatro Valle Inclán, del Centro Dramático Nacional, ademas de la estupenda escenografía de Curt Allen Wilmer, son utilizados para la recreación de La cocina, con visibilidad de 360º, por todos y cada uno de los espectadores, distribuidos en cuatro gradas alrededor de la misma, optimizando un plano superior sobre lo que ocurre, todo es visible y esa es una de las prioridades que dice buscar el director, queriendo recrear en La cocina el símil de lo que sucede en cualquier centro de trabajo, o social, de nuestra cotidianidad, sea una fábrica o una oficina, mezclando personajes e interacciones en una especie de Torre de Babel, bastante ruidosa, a través de la que dice invitar a que cada espectador busque el rincón de La cocina, o el personaje, donde poner su interés.

Un guiño bien evidente, en ese calidoscopio de distintas nacionalidades que deambulan por La cocina, es el enfrentamiento entre un griego y un alemán, en alegoría bien traída a nuestros tiempos con la intransigencia alemana sobre la quita de la deuda griega.

El propio planteamiento de la obra evita cualquier protagonismo individual, rol que solo tiene lo que los personajes llaman como la bestia, es decir La cocina, que parece adquirir vida propia mas allá de quienes la habitan en cada momento, siendo el marco adecuado para que una frase, llena de filosofía, retumbe en sus paredes: "Hay dos tipos de homínidos, los que tienen más dinero que hambre, y los que tienen más hambre que dinero".

Aunque desde el punto de vista actoral destaca la escena, en el momento de descanso tras el servicio de comida, en la que Xabier Murua, acertado como Peter, pregunta a sus compañeros por sus sueños, a la expresión de “el hombre envejece cuando pierde sus sueños”, que da pie a que quienes quedan en ese tranquilo momento expresen sus deseos y sueños, con una excelente réplica de Javivi Gil Valle, en el papel del francés, y judio, Paul.

Nada falta en la lujosa recreación de La cocina del restaurante Marango’s, incluyendo los olores propios de los guisos, que provienen del subsuelo del escenario, mientras los veintiocho personajes aparentan manipular sin que aquello ocurra ante la vista del público, cuestión ésta, la de evitar cualquier manipulación de alimento, que supone una cierta castración, en el hiperrealismo que se pretende conseguir.

Especialmente conseguidos son los momentos, mágicos sin alegorías, de las transiciones entre escenas, que son como bellos flashes que nos van sacando de la rutina laboral de La cocina, paralizando la realidad a través de congelar el movimiento.

La cocina fue estrenada en España en 1973, entonces en el Teatro Goya, dirigida por Miguel Narros, y ya entonces hubo una cierta polémica sobre la misma, debido a que el virtuosismo del movimiento en escena, el despliegue de actores, las sincronizadas entradas y salidas de personajes terminan por ser ajenos a una verdadera trama teatral, y a sus necesarias fases de planteamiento, nudo y desenlace.

Es espectacular lo que se presenta ante los ojos del espectador, desde luego, en esta producción del Centro Dramático Nacional, pero en el día de trabajo que se recrea en La Cocina, desde antes de las 7 horas de la mañana, hasta después del servicio de cena no hay una trama, como tal, y el espectador asiste, como un voyeur, a las miserias de la cotidianidad de cualquier centro de trabajo, con historias entrecruzadas que quedan irresolutas… ¡cómo en la vida!, pero sin conseguir una continuidad argumental.

El titánico esfuerzo llevado a cabo para representar esta obra consigue que toda la envoltura del mismo, sea magnífica y suponga una oportunidad única de presenciar un despliegue de esta magnitud, pero sucede que el resultado final sea como un plato de cocina de bella factura estética a nuestros ojos, pero sin sabor, o al menos sin el sabor suficiente, para lo pretencioso del reto planteado.