Félix Día, consultor informático y trufero de Biascas de Obarra (Huesca).

Félix Día, consultor informático y trufero de Biascas de Obarra (Huesca). Cedida

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Félix Día, cazador de trufas del Pirineo, el 'diamante negro' que vende a 950 euros el kilo: "Era una actividad muy oscura"

El descubrimiento del valor de la trufa durante la posguerra fue como la fiebre del oro de California: algunos aún custodian saberes antiguos.

Más información: La trufa negra de Teruel, camino del reconocimiento europeo: el ‘oro aragonés’ quiere su sello de calidad

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Lo de entender la trufa como la criptodivisa ribagorzana de posguerra es una analogía tentadora. Aunque se parezca a una patata y su propio nombre científico latino la asocie a los tubérculos, es en realidad un hongo subterráneo que, al igual que los bitcoin, resulta difícil de rastrear y es altamente apreciado en mercados informales.

Ni siquiera hoy ha perdido el aura de misterio que le rodeaba a mediados del pasado siglo, que es cuando las gentes del Prepirineo comenzaron a intuir gracias a los franceses que esa especie de boniato que ellos desdeñaban custodiaba un doble secreto. El primero era su elevado precio (los galos se referían a ellas como el "diamante negro") y el segundo, su valor gastronómico.

El descubrimiento de la trufa en Graus (Huesca) y sus aledaños fue un poco como lo del Klondike o lo de la mina de Sutter’s Mill, los hallazgos que desataron la fiebre del oro de Alaska y California. Solo que la fiebre de la trufa llegó a la Ribagorza mucho después, a finales de los cuarenta del pasado siglo.

"No sabíamos lo que era hasta hace setenta u ochenta años", asegura un trufero de Biascas de Obarra (Huesca) de 42 años llamado Félix Día.

"Pero empezó a llegar gente de fuera a recolectarlas y pronto entendimos que se trataba de algo valioso. A partir de entonces, los propios lugareños se animaron a buscarlas y aprendieron la manera, aprovechando el hecho de que la cara sur del Pirineo es la mejor zona trufera de España".

La trufa negra o Tuber melanosporum necesita tres cosas innegociables para prosperar: suelo calizo, clima frío con veranos secos y árboles micorrícicos (encina, quejigo, avellano). El hongo no es una seta cualquiera: vive en simbiosis con las raíces del árbol, roba azúcares y a cambio le facilita minerales.

Si el suelo no es pobre en nitrógeno, pedregoso y bien drenado, la micorriza se viene abajo. Si no hay inviernos fríos que induzcan la formación del cuerpo fructífero, tampoco prospera. Y si el verano no es seco, la trufa revienta de hongos competidores.

Dina, la perrita trufera de Félix Día. Él mismo la adiestró para cazar trufas.

Dina, la perrita trufera de Félix Día. Él mismo la adiestró para cazar trufas. Cedida

El Prepirineo y la cara sur pirenaica reúnen el combo perfecto: suelos calizos formados por antiguas sedimentaciones marinas, un clima continental duro que da inviernos fríos y veranos secos, altitudes intermedias que no queman ni ahogan la micorriza, y masas extensas de encinares y quejigares naturales.

Desde Navarra a Aragón y el norte de Lleida, la franja pirenaica funciona como una auténtica catedral micorrícica: un ecosistema afinado durante milenios que, cuando se junta con el olfato de un buen perro, produce uno de los hongos más valiosos del mundo.

"Antiguamente, las mejores trufas se encontraban en los montes donde había carboneras porque las cenizas creaban el hábitat perfecto", explica Félix Día. "También fructificaban en zonas de difícil acceso porque uno de los mayores problemas es el jabalí. El olor de la trufa les encanta, así que la buscan y se la comen".

Debido justamente a eso, hay buscadores de trufas que se sirven de cerdos para dar con ellas en el monte, claro que eso no es lo habitual. Lo normal es usar perros de trabajo como los que entrena Félix (ahora tiene una hembra magnífica llamada Dina). Antes que él, su padre fue también trufero.

"Él lo hacía de una forma muy particular", recuerda Día. "Cuando el hongo está maduro, hay una mosca roja que se posa encima del trufero para dejar las larvas. Mi padre tocaba la tierra por encima y, allá donde saltaban moscas, encontraba la trufa. Había que tener una enorme paciencia".

La mosca que menciona Día se conoce en latín como Suillia gigantea. Tiene un "olfato" prodigioso para los compuestos volátiles que libera la trufa madura y pone sus huevos justo encima para que las larvas se alimenten del hongo.

Allí donde hay moscas revoloteando en círculos bajos sobre un punto del quemado o posándose repetidamente, lo más probable es que haya una trufa en óptimo estado de madurez. El trufero sigue a la mosca, igual que el pescador lee un remolino. Claro que existen otros signos.

El morral del cazador aragonés de trufas Félix Día.

El morral del cazador aragonés de trufas Félix Día. Cedida

El padre de Félix prestaba atención también a los 'quemados'. Al micorrizarse con la encina/roble/avellano, la trufa mata la competencia vegetal alrededor del árbol mediante sustancias alelopáticas.

El resultado es un círculo de suelo desnudo o con hierba muy rala, de diámetro más o menos regular, como si alguien hubiese pasado un soplete suave. Donde hay quemado claro y vivo, hay trufa o la ha habido recientemente. He ahí otra señal estructural fiable.

En palabras de Día, "los cerdos no fueron nunca muy utilizados porque plantean un problema de manejo. El perro tiene la ventaja de que es más fácil de enseñar y controlar, especialmente ciertas razas caninas de pastores o de agua".

"En la Ribagorza gustan mucho los de caza. Algunos los cruzan con razas de trabajo. Yo no he comprado nunca uno ni lo vendería porque no me gusta comerciar con animales, pero un buen perro adiestrado y con experiencia puede costar entre tres y cuatro mil euros", añade.

Los hongos no se recolectan, sino que se cazan. Justamente porque se utilizan a menudo perros cazadores para dar con ello, se utilizó por extensión el verbo 'cazar' para referirse a su recolección.

Casi al mismo tiempo que los ribagorzanos comprendieron el valor del hongo, entendieron también que la trufa debía comerciarse discretamente, a menudo de noche y en apartados reservados en penumbras, para evitar la competencia en los lugares de su hallazgo o el robo de información sobre los "montes valiosos". Guardaban el secreto de sus truferos con el mismo celo que un buscador de oro ocultaba la ubicación de su yacimiento.

En ese ambiente de secretismo, nació el primer mercado español de la trufa en la capital de la Baja Ribagorza, Graus, en 1947. Inicialmente, la compraventa se realizaba en el Hotel Lleida, coincidiendo con el mercado semanal del pueblo.

La truficultora Tere Salamero, de Bellestar (Graus), a pie de carrasca.

La truficultora Tere Salamero, de Bellestar (Graus), a pie de carrasca. Cedida

Eran reuniones discretas, casi clandestinas, donde los recolectores negociaban directamente con mayoristas y conserveras. La transacción duraba toda la noche y nadie revelaba nunca el origen o cantidad de trufa para proteger la localización de sus "montes valiosos".

Durante las décadas de los 50, 60 y 70, la "fiebre de la trufa ribagorzana" vivió sus años dorados: la recolección silvestre apoyaba la economía local, y los lugareños perfeccionaron técnicas y crearon redes que expandieron la búsqueda mucho más allá. Fue entonces cuando los cazadores locales empezaron a viajar a Teruel, Navarra, Portugal, Andalucía, arrendando montes y sembrando el "modelo Graus" por otras comarcas.

En todos los lugares, los tratos se hacían de forma similar: bares, tablados, lugares apartados, máxima discreción y regateo ritual. Pero a finales de los 70, la sobreexplotación, el cierre del monte por abandono rural y el aumento de jabalíes provocó el declive de la trufa silvestre y de los antiguos mercados nocturnos.

Hoy el sistema ha cambiado radicalmente. Desde los 80 se apostó por la plantación de encinas y robles micorrizados—importados primero de Francia—y nacieron los viveros y la truficultura moderna. Ahora el mercado de Graus se celebra los sábados con venta al público, degustaciones y participación de restaurantes.

El Hotel Lleida ha dejado de ser el epicentro, y aunque el regateo conserva parte de su secretismo, la trufa se vende con más transparencia, apoyada por asociaciones y ferias. Por supuesto, los mejores montes siguen siendo secretos guardados bajo siete llaves.

Este mes, sin ir más lejos, Graus celebrará la VI Feria de la Trufa, que tendrá lugar los días 29 y 30 en el Centro Recreativo Gradense. Esta edición contará con un completo programa de actividades: exposición de trufas y productos derivados, venta directa al público, showcookings de la mano de chefs locales, talleres culinarios y el III Concurso Nacional de Perros Truferos, que mostrará la destreza de los canes en la búsqueda del "diamante negro".

De izquierda a derecha, la perrita Boli, el cazador de trufas Ficente, la truficultora Tere Salamero y su hijo.

De izquierda a derecha, la perrita Boli, el cazador de trufas Ficente, la truficultora Tere Salamero y su hijo. Cedida

El Mercado de la Trufa Fresca, que se celebra en paralelo los sábados de diciembre a marzo en la Casa de la Cultura de Graus, consolida la apuesta de la comarca por la truficultura moderna, pero sin perder las raíces de su tradición. Pese a la escasa cantidad recolectada en los últimos años debido a la sequía, la calidad del producto sigue siendo excelente.

"Ha cambiado todo mucho", aclara Félix Día. "En los mercados de Graus o de Mora siempre era todo muy oscuro porque es un producto muy preciado y había siempre suspicacias. Ya sabes: 'Mira, fulanito lleva un bolsón grande de trufas. ¿Dónde las habrá cogido?'. Así que al final era todo como muy de extranjis".

El secretismo se aplicaba y se aplica también a la caza de las trufas. "Yo mismo he visto en mi pueblo que la gente suele salir muy pronto por la mañana para que no los vean e intentan dejar los coches ocultos. Incluso había alguno que iba al barranco por la noche con linterna y cuando el perro les detectaba el sitio se tapaban con mantas para que la gente no supiera dónde estaban las trufas".

El pueblo de Félix, Biascas de Obarra, es una pequeña localidad apostada en el Valle del Isábena y protegida por barrancos, bosques y la solidez de la montaña prepirenaica. Este entorno privilegiado, con suelos calcáreos, altitudes medias que rondan los 900 metros y un clima continental de inviernos fríos y veranos moderadamente secos, constituye un hábitat idóneo para el desarrollo de la trufa negra.

No hay una, sino al menos cinco variedades principales de trufas que se buscan y comercian en los mercados del Pirineo y sus alrededores, y aunque todas tienen precios elevados, su aroma, textura y valor comercial difieren sustancialmente.

La trufa negra de invierno, la citada Tuber melanosporum, reina por encima de todas ellas: su fragancia intensa y compleja, que recuerda a tierra húmeda, cacao y avellana, la convierte en la favorita de chefs y gourmets.

El cazador Vicente con su perrita Boli mostrando a una visitante cómo extraer la trufa con el puñal.

El cazador Vicente con su perrita Boli mostrando a una visitante cómo extraer la trufa con el puñal. Cedida

Esta temporada, su precio oscila entre los 850 y los 950 euros el kilo en el Mercado de Graus—más bajo que en años de máxima producción, pero aún muy por encima de otros hongos silvestres.

Junto a la melanosporum, en los mercados y ferias aparece la Tuber brumale, llamada trufa mayenca, que fructifica en paralelo y se comercializa con frecuencia como "negra" pese a que su perfume es más áspero, con algún matiz químico, menos apreciado por los entendidos. Su precio suele situarse entre los 300 y 400 euros el kilo, aunque el engaño no es infrecuente.

En primavera, los truferos recogen la llamada trufa de primavera, Tuber aestivum, de carne blanda y perfil aromático muy suave, cuyo precio ronda los 150 a 200 euros el kilo en temporada alta. No alcanza ni el carácter ni la cotización de la melanosporum, pero su textura fresca y aroma delicado la han convertido en una opción más democrática para iniciarse en el mundo trufero.

En las zonas más bajas y húmedas aflora puntualmente la Tuber uncinatum (trufa de Borgoña) y en el otoño aparece la Tuber mesentericum, menos frecuente en Aragón pero presente en mercados especializados. La calidad final depende del tipo y estado de maduración, del terreno y de la habilidad del perro trufero para dar con el ejemplar justo en su momento óptimo.

Por eso, el "olor" que guía a las perras como Dina, la compañera de Félix Día, varía significativamente según la especie y el grado de madurez, lo que convierte la caza trufera en un arte lleno de matices y en un oficio en el que toma años aprender a leer lo invisible.

A pesar del auge de las técnicas modernas y de la divulgación, el mercado sigue plagado de suspicacias y engaños: no es raro que algún vendedor ofrezca brumale como si fuera melanosporum, ni que los compradores desconfíen del origen real del lote. La clave sigue siendo la confianza entre trufero y cliente final, una relación forjada bajo el secreto de la noche y el respeto a la tradición silenciosa que se transmite de generación en generación.

Con el puñal, en el trufero.

Con el puñal, en el trufero. Cedida

Además del secretismo, la trufa también ha estado asociada al furtivismo, debido a su alto valor y a la dificultad de controlar el acceso a los terrenos truferos. Este se agrava especialmente en años de baja producción o de gran demanda, y la recolección incontrolada puede llegar a causar deterioro en los ecosistemas y en los derechos de los propietarios de las plantaciones. Como consecuencia de ello, en las últimas décadas han surgido regulaciones y decretos.

Félix tiene una consultoría de informática en Barbastro que le aporta el flujo principal de sus ingresos. Ni siquiera su padre vivía de la trufa, cuya recolección solía ser un ingreso secundario. Además, Día es mucho menos un cazador de trufas que un truficultor (la marca comercial de su empresa es Sentidos Truferos).

Actualmente, el grueso de la producción de trufa negra en Aragón y buena parte de España procede de la truficultura moderna, basada en viveros especializados y plantaciones micorrizadas que han transformado el modelo de recolección silvestre en una auténtica industria agrícola.

Una magnífica trufa de la Casa el Francés.

Una magnífica trufa de la Casa el Francés. Cedida

Desde la década de los ochenta, miles de hectáreas de encinas y robles han sido plantados ex profeso para garantizar la formación de micorrizas y, con ello, el éxito productivo y la estabilidad del sector.

En comarcas como Sarrión (Teruel), Gúdar-Javalambre y Ribagorza, el cultivo organizado representa ya más del 75% de la producción anual, con explotaciones diseñadas para maximizar el rendimiento y mejorar la calidad del hongo.

Félix también colabora con una pareja de otro pueblecito ribagorzano llamado Bellestar de Graus en un proyecto de trufiturismo, que es otra de las vías por las que la comarca está rentabilizando la presencia del hongo en su subsuelo.

Panchi, una de las dos perras truferas del cazador Vicente, de Bellestar, en el municipio de Graus (Huesca).

Panchi, una de las dos perras truferas del cazador Vicente, de Bellestar, en el municipio de Graus (Huesca).

El trufiturismo ha ganado fuerza como experiencia complementaria y motor económico de muchas zonas truferas. Cada año, cientos de visitantes recorren las plantaciones guiados por truficultores y perros adiestrados, aprendiendo las técnicas de recolección y disfrutando de degustaciones y actividades culturales.

Las actividades que los amigos de Félix — Joaquín Nadal y Tere Salamero— han puesto en marcha en torno a su casa rural (Casa el Francés) son un ejemplo de manual del cambio de paradigma en torno a la trufa y el trufiturismo.

"En el pueblo no hay apenas atractivos, así que la trufa se ha convertido en el principal motor para atraer visitantes", asegura Tere. "Nuestra intención desde el primer momento fue ofrecer experiencias y ésta es particularmente interesante".

Su proyecto pivota sobre veinte carrascas truferas y una finca de trufas y sobre la implicación de toda la familia y de Vicente, el vecino trufero profesional y principal guía de las salidas que organizan. Han recuperado antiguos caminos del pueblo, como el que iba al barranco, para que los huéspedes de Casa el Francés vivan la ruta tal y como la recorrieron generaciones pasadas.

La jornada trufera empieza con la explicación del proceso: la paciencia que exige el cultivo y el papel fundamental de los perros adiestrados. "Las trufas se cazan, no se cogen", insiste Salamero.

"En la plantación, los huéspedes asisten en directo a una cacería: cuando está madura, el animal marca la encina, excava suavemente y el dueño termina la búsqueda". El granulado de pienso, la longaniza o el jamón dulce se convierten en premio culinario para que el perro aprenda a ignorar el aroma y solo "trabaje".

Ni Joaquín ni Tere saben nunca con exactitud la ubicación, y reconocen que hay aristas de tradición intuitiva en el arte de leer el "quemado" del árbol y detectar moscas, que los viejos del pueblo siguen utilizando junto al perro. Su vecino Vicente lleva medio siglo viviendo de la trufa y les asiste en todas esas labores.