Rosa Sánchez de la Vega
Publicada

Vuelve el autor suizo con más de 22 millones de lectores, Joël Dicker, con La muy catastrófica visita al zoo (Alfaguara, 2025). Una historia en la que recupera la voz de la infancia y reflexiona sobre la democracia, la responsabilidad y la libertad desde el humor y la lucidez. Un libro para lectores de 7 a 120 años, siendo recomendable una lectura compartida, ya que aborda el mundo de los adultos, desde la niñez.

Con La muy catastrófica visita al zoo, Joël Dicker da un inesperado giro a su trayectoria literaria y se adentra en el territorio de la infancia sin renunciar a su estilo agudo y perspicaz.

Lo que comienza como una simple excursión escolar se transforma en una cadena de desastres tan absurdos como reveladores, narrados por una niña que, con humor y lógica implacable, expone las contradicciones del mundo adulto.

La muy catastrófica visita al zoo, el nuevo libro de Dicker

La muy catastrófica visita al zoo, el nuevo libro de Dicker Cedida

En víspera de Navidad, el caos estalla, y nadie —ni siquiera los padres— logra entender todo lo que ha sucedido. "Dicen que las catástrofes nunca vienen solas, que las apariencias engañan y que los acontecimientos, cuando parecen tomar una dirección, pueden girar inesperadamente".

Pregunta.—Me ha sorprendido gratamente que esta historia no tenga nada que ver con las anteriores. 

Respuesta.—Es una buena señal que te sorprenda. Me gusta que este giro haya generado sorpresa, y aceptación. Sin duda este libro rompe con ciertos patrones. Algunas personas esperaban una novela negra —como muchas de las que he escrito—, pero encontraron otra cosa y, sin embargo, quedaron encantadas. Para mí eso es importante. No escribo según lo que se espera de mí, sino según lo que necesito escribir en cada momento. No me siento obligado a repetir fórmulas. La autenticidad, esa conexión sincera con lo que uno quiere contar, es lo esencial. 

P.— La novela arranca con una catástrofe en un zoológico, pero uno pronto descubre que eso no es más que la punta del iceberg. ¿Cómo fue el proceso de estructurar una historia tan peculiar? 

R.— Tendría que contarte un año entero de trabajo. La estructura de mis novelas suele ser compleja, y en este caso también lo fue. La presencia de una catástrofe y una posterior investigación es algo que ha estado presente en mis libros anteriores, así que esa parte me resulta familiar. Pero lo novedoso aquí es la voz narradora. Elegí, por primera vez, que la historia fuera contada desde la mirada de una niña. Me pareció un punto de partida desafiante y estimulante. Me pregunté qué tipo de historia podría contarse desde la perspectiva de una infancia.  

P.—¿Y en ella incluye una catástrofe diría que divertida, incluso entrañable? 

R.—Quería construir un universo acogedor, sin violencia, pero con dinamismo. La idea del zoo surgió más tarde, cuando revisé varias veces el argumento y busqué ese espacio simbólico en el que todo pudiera pasar.

P.— Y esa niña, que mencionaba es Josephine, una protagonista que narra con una lógica propia de la infancia, pero con mucha lucidez adulta. ¿Buscabas recuperar esa mirada que hemos ido perdiendo? 

R.—Exactamente. Josephine habla como niña, pero lo que observa son comportamientos del mundo adulto. Ese contraste era clave para mí. A través de su mirada, nos invita a reencontrarnos con la lógica infantil, esa que todos tuvimos alguna vez, pero que vamos dejando atrás con los años. Los niños son más abiertos, más espontáneos, más propensos a cuestionarse las cosas. A menudo son más sabios de lo que creemos. Esta novela propone precisamente eso: que volvamos a ver el mundo con esos ojos que alguna vez fueron nuestros. 

P.—En la novela aparecen temas como la democracia, la diversidad, la censura… ¿Cree que los niños tienen una comprensión más pura o directa de estos conceptos? 

R.—No necesariamente más pura, pero sí más instintiva.

Joël Dicker.

Joël Dicker. Cedida

La democracia, por ejemplo, es un concepto muy complejo, cargado de matices, pero a través de la mirada de un niño, podemos simplificar sin banalizarla. Cuando Josephine habla de democracia, también habla de censura. Y eso es interesante, porque nos recuerda que incluso los gobiernos democráticos pueden censurar. Entonces la responsabilidad vuelve a los votantes, a la ciudadanía. Explicar esto desde la lógica infantil obliga a ir a lo esencial, a lo que realmente importa. 

P.—La historia se desarrolla principalmente en la casa de Josephine y en su escuela. ¿Cree que la democracia también puede verse afectada dentro del sistema educativo? 

R.—Más que en la escuela, me preocupa su manipulación a través de las redes sociales. Aunque es cierto que el rol del profesorado es fundamental. Un docente, sobre todo en la etapa primaria, no debería transmitir ideología. Los niños están en una etapa de formación, y deben recibir herramientas, no opiniones cerradas. Pero, insisto, el peligro real está en la exposición temprana a las redes sociales. Los algoritmos, la sobreinformación, la falta de filtros… todo eso tiene un peso enorme hoy en día. 

P.—Y sin embargo, seguimos centrando nuestros esfuerzos de censura en los cuentos infantiles. 

R.—Es un despropósito, sí. Nos obsesionamos con modificar cuentos tradicionales mientras permitimos que los niños naveguen sin restricciones por redes sociales plagadas de contenidos inapropiados. Las redes no están hechas para niños. Ni siquiera para muchos adultos, diría yo. La gente hoy se informa exclusivamente a través de Instagram, y eso —literalmente— pone en riesgo el buen funcionamiento de la democracia. 

P.—Hablemos de diversidad. La clase de Josephine tiene seis alumnos. Unos se consideran "normales", otros "diferentes". ¿Qué hay detrás de esta elección? 

R.—Era una cuestión práctica, inicialmente. Necesitaba que ese grupo de niños llevase a cabo una investigación, como si fueran pequeños detectives. Con 25 alumnos, eso era inviable. Así que lo reduje a 6. Pero en lugar de explicar por qué son un grupo especial, decidí no dar etiquetas. No aclaro si es una clase de educación especial, si hay una razón médica o pedagógica. Lo importante es que los lectores se pregunten qué significa "ser normal", qué entendemos por "ser especial". ¿No lo somos todos, en cierta forma? 

P.—¿Diría que, en el camino hacia la adultez, hemos olvidado al niño que fuimos? 

R.—Sí. Y muchas veces lo hacemos de forma forzada. Claro que hay aspectos de la infancia que debemos dejar atrás —como la dependencia o la inmadurez—, pero también hay cosas hermosas que perdemos en el proceso: la capacidad de asombro, el deseo genuino de aprender, la forma espontánea de maravillarse con lo cotidiano. Los adultos tendemos a complicar lo simple, a dejar de preguntarnos cosas. Los niños, en cambio, viven en modo descubrimiento constante. 

P.—Josephine observa con claridad lo absurdo del mundo adulto. ¿Esa mirada es una invitación a cuestionar nuestras propias incoherencias? 

R.—Absolutamente. Los niños se cuestionan todo, porque necesitan entender. Y para ver lo absurdo hay que hacerse preguntas. Los adultos muchas veces actuamos por costumbre, por inercia: "Porque siempre ha sido así". Los niños no aceptan eso tan fácilmente. Esa mirada crítica y fresca es esencial para evolucionar. Deberíamos recuperarla. 

P.—Su novela mezcla catástrofe, humor, misterio y crítica social. ¿Cómo logró equilibrar todos esos elementos? 

R.—Lo pienso como una tarta de varias capas. Primero elaboré la base: el humor. Luego añadí el misterio, como una especie de sirope que une todo sin ser lo más evidente. Y por último, la crítica social. Todo llegó en distintas fases del proceso de escritura. El humor me permite tratar temas serios sin volver la lectura pesada. Y el misterio mantiene la tensión narrativa. Es un equilibrio que se va afinando con el tiempo. 

Joël Dicker

Joël Dicker Diego la Fuente

P.—Ha dicho que este libro puede leerse en familia, que no tiene edad. ¿Qué buscaba con eso? 

R.—Quería hacer algo similar a lo que consiguen algunas películas de Pixar: ofrecer diferentes niveles de lectura. Que un niño y un adulto puedan disfrutar de la misma historia, pero desde perspectivas distintas. Así se genera un puente entre generaciones. Es hermoso cuando un padre puede comentar un libro con su hijo, o una abuela con su nieta. Ese encuentro lector me parece mágico.

P.—Volver a mirar el mundo como lo hacíamos de niños… ¿Qué valor tiene hoy esa forma de ver? 

R.—Nos ayuda a reconciliarnos con nosotros mismos. A aceptarnos sin necesidad de compararnos constantemente. Los niños no se preguntan si son suficientes, si cumplen con las expectativas de los demás. Simplemente son. Recuperar ese estado puede devolvernos bienestar. Además, nos abre nuevamente a la maravilla. Y la maravilla es un motor de vida. 

P.—¿Tiene hijos? ¿Comparte lectura con ellos? 

R.—Sí, tengo hijos pequeños. Y sí, les leo cuentos. Es un momento sagrado del día. Leer con los hijos es una forma bellísima de conexión. Establece vínculos, alimenta la imaginación, refuerza la confianza. La conexión emocional es fundamental para un niño, y la lectura es una vía muy poderosa para fortalecerla. 

P.—Aprovechando el título: ¿Qué opina de los zoológicos? 

R.—Cuando era niño, me fascinaban. Me gustaba fotografiar animales, observarlos de cerca. Pero con el tiempo comprendí que había algo profundamente triste en verlos encerrados. Hoy prefiero verlos en libertad, en su hábitat natural. Sin embargo, en la novela el zoológico no es tanto un espacio real como uno simbólico. Es un escenario exótico, cerrado, donde los niños tienen la oportunidad de moverse solos por primera vez, de vivir una aventura. No abordo directamente el debate ético sobre los zoos, aunque sé que está presente. Mi interés era explorar lo que ese lugar representa para la imaginación infantil: una puerta al misterio, al descubrimiento, a lo extraordinario.