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En el siglo V antes de Cristo, el historiador griego Heródoto escribió un relato acerca del faraón Psamético I que había oído durante un viaje a Egipto. El faraón tenía una obsesión: descubrir cuál había sido el primer idioma que habló la humanidad. Para resolver el misterio, ideó un experimento insólito.

Dejó a dos niños recién nacidos a un pastor, con instrucciones de que nadie hablara con ellos. Ni una palabra. Ni una caricia. Solo se les proporcionaría alimento. Tiempo después, los niños pronunciaron su primera palabra, "bekos", que en frigio significaba "pan", por lo que Psamético concluyó que el frigio era el idioma original de los hombres.

Lo que el faraón no supo nunca es que los niños solo intentaban pedir comida, y que, probablemente, "bekos" era un sonido onomatopéyico que imitaba el balido de las cabras con las que se les alimentaba.

Federico y sus halcones

Federico y sus halcones Wikimedia Commons

Siglos después, otro gobernante repetiría el experimento con una crueldad aún mayor. Un emperador culto y ambicioso que fundaba universidades, debatía con sabios, hablaba seis lenguas y leía Aristóteles para desayunar. Su nombre era Federico II de Hohenstaufen, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y su obsesión también era encontrar el lenguaje original, el lenguaje de Adán y Eva. Para encontrarlo, diseñó uno de los experimentos más inhumanos jamás documentados.

Ilustrado y despiadado

Federico II no era un rey cualquiera. Era el hombre más poderoso de Europa en el siglo XIII, gobernante del Sacro Imperio y del reino de Sicilia, amigo de filósofos árabes y judíos, mecenas de científicos y autor de tratados sobre halcones, teología y política. Era el prototipo del "príncipe renacentista" dos siglos antes del Renacimiento, pero también era un hombre peligroso, ambicioso, inquisitivo e imprevisible.

Se le llegó a conocer como "Stupor Mundi" (el asombro del mundo) por su carácter excéntrico y sus extensos conocimientos, fundó la Universidad de Nápoles en 1224, promulgó leyes que reconocían la separación entre Iglesia y el Estado, escribió sobre filosofía y promovió una cultura de Corte que rivalizaba con la de Bagdad o la de Córdoba.

Pero bajo ese barniz de "lustrado", latía una mente capaz de justificar lo injustificable en nombre de la verdad, la ciencia y el conocimiento, como así hizo con su experimento con niños.

El idioma de Dios

Al igual que el faraón Psamético I en el siglo VII antes de Cristo, Federico estaba convencido de que, si los niños no escuchaban ningún idioma desde su nacimiento, acabarían hablando el lenguaje natural del ser humano, el idioma con el que Dios se habría comunicado con Adán en el Edén, el idioma original del hombre. ¿Sería hebreo? ¿Griego antiguo? ¿Latín? ¿Árabe? El emperador quería saberlo pero, para averiguarlo, necesitaba recién nacidos.

Federico ordenó que se seleccionaran 30 bebés para que fueran entregados a nodrizas con la prohibición estricta de hablarles, cantarles o acunarlos. Las caricias o el contacto visual también estaban prohibidos. Solo podían alimentarles, el resto, decía Federico, lo haría la madre naturaleza.

Los niños vivirían en un mundo de silencio absoluto por decreto, nadie les enseñaría a hablar ni nadie les demostraría afecto. El emperador esperaba que, con el paso del tiempo, empezaran a hablar "solos" y entonces se descubriría qué idioma brotaba de su alma.

Pero no brotó nada.

La única respuesta, la muerte

Lo que los cronistas relatan es tan escueto como devastador. Ninguno de los niños sobrevivió, y no porque les faltase alimento o abrigo. Murieron todos. Uno tras otro. En silencio. En ausencia. En desamor.

Fue un monje y cronista, Salimbene de Parma, quien dejó constancia de aquel episodio en su obra "Chronica" del siglo XIII: "El emperador quiso comprobar qué lengua hablarían los niños si no oían hablar a nadie. Pero murieron todos. No podían vivir sin palmaditas, sin arrullos, sin palabras de cariño".

Federico buscaba la lengua de Dios y solo encontró la de la muerte, algo que la ciencia confirmaría siglos después.

¿Se puede morir por falta de amor?

Durante la Segunda Guerra Mundial, el médico psicoanalista estadounidense Rene Spitz, vio que el porcentaje de mortandad de niños huérfanos era excesivamente alto, así que se propuso estudiar qué era lo que sucedía. Y descubrió que los cuidados y necesidades básicas, como la alimentación y la higiene, no eran suficientes para preservar la vida. Faltaba amor.

Federico II.

Federico II. Wikimedia Commons

En 1940, Rene Spitz comenzó a estudiar a un grupo de bebés en un orfanato que tan solo habían tenido contacto con enfermeras durante sus primeros días y, posteriormente, con las personas destinadas a cuidarlos mientras estuvieran allí. Observó que la higiene y los cuidados que se daban en aquel centro eran los correctos, pero, aun así, muchos de los niños fallecían.

Así que sugirió una teoría alternativa que, a pesar de parecer poco científica, parecía la más acertada: los niños morían por falta de amor.

Para probarlo, Spitz comparó a un grupo de bebés que eran criados en orfanatos, con bebés criados por sus madres en prisión. Si el problema era la higiene del lugar, los niños criados en la cárcel debían de tener peores resultados, pero no fue así. El 37% de los bebés criados en orfanatos murieron, mientras que, entre los bebés encarcelados con sus madres, ninguno había fallecido.

Su trabajo fue desprestigiado y olvidado por sus propios colegas, sin embargo, en el año 2007, la ciencia le dio la razón, gracias a un estudio controlado que se realizó en Rumanía comparando a bebés de orfanatos con bebés cuidados por padres adoptivos.

El resultado de este nuevo estudio demostró que los niños adoptados habían crecido mucho más rápido y alcanzado mayor coeficiente intelectual que los que lo habían hecho en el orfanato. Tal y como Spitz había propuesto, sin amor, el ser humano no puede vivir.

Sin amor, no hay lenguaje

Ni Federico II ni Psamético I entendieron una verdad sencilla: el lenguaje no es solo una función del cerebro, es una expresión del vínculo que se aprende, no solo con el oído, sino con la emoción, con la mirada de unos padres o con la calidez de una caricia. Sin contacto humano, ni hay palabras ni hay vida.

El experimento de Federico no solo fue fallido, también fue inhumano. No descubrió qué lengua hablaban Adán y Eva, pero sí nos dejó una lección: sin amor, el lenguaje se apaga. Y con él, la vida.

A pesar de ser desprestigiado durante su vida, Rene Spitz nos dejó una maravillosa frase que jamás debemos olvidar: "Aunque usted esté muy ocupado, debe siempre disponer de tiempo para hacer sentir a alguien importante".