La tentación de desconectarse del yo laboral

Me recomendaron Severance. Literalmente:

«Tienes que verla. Va de gente que se pone un chip en el cerebro para separar su vida laboral de la personal; así, cuando salen del trabajo no recuerdan nada, y cuando entran no saben nada de fuera. Al principio no suena tan mal…».

Entiendo la tentación: no traerte a casa el malestar, borrar de un plumazo la presión, las broncas, la sobrecarga. Pero… ¿en serio? ¿De verdad queremos un trabajo que obligue a amputar memoria y conciencia para poder soportarlo? ¿Qué dice de una cultura laboral que la «conciliación» consista en anestesiarte? ¿Qué pasa con la ética, con el criterio, con las relaciones, si vives dos vidas que no se hablan?

La broma es que no es broma. Severance no está tan lejos de la realidad.

Los chips invisibles del trabajo moderno

Estos son algunos de los implantes que ya llevamos puestos sin saberlo:

1. El chip que te parte en dos

Ellos lo llevan en el cerebro; nosotros, en la conducta. Te pones el traje de «presencia ejecutiva», aparcas tu vida en recepción y activas dos modos: trabajo y vida. En Lumon —la empresa ficticia de Severance, donde los empleados llevan un chip que les borra los recuerdos al cruzar la puerta— esa separación es literal; en nuestras organizaciones, simbólica, pero igual de alienante. Contestamos correos con tono robótico y, al salir, fingimos que nada nos afecta. Más barato que un implante. Más fácil de negar. Mismo resultado: identidades partidas.

2. Trabajo sin contexto ni sentido

En Lumon, los personajes teclean datos sin saber para qué sirven. Nosotros llenamos excels y powerpoints para reuniones que no veremos. En la serie se muestra como castigo; en la oficina lo llamamos «procedimiento». Cuando desaparece el para qué, se instala la apatía y, después, el cinismo. Y lo confirma la investigación: cuanto menor es el sentido percibido de la tarea, mayor el riesgo de agotamiento.

Los psicólogos Edward Deci y Richard Ryan descubrieron que las personas necesitamos tres cosas básicas para motivarnos: poder decidir, sentirnos útiles y tener vínculos reales. Cuando un trabajo nos quita esas tres cosas, no perdemos solo la motivación: perdemos parte de nosotros mismos.

3. Pasillos infinitos, mentes cerradas

El edificio de Lumon es un laberinto de pasillos blancos y puertas idénticas donde nadie sabe hacia dónde va. Decorado distópico, sí… hasta que recuerdas los silos: departamentos estancos, información «confidencial», reuniones donde no se puede preguntar. La opacidad como método de control: quien no tiene contexto no puede cuestionar. Igual que en Lumon, el «no necesitas saberlo» se convierte en muro invisible que genera ansiedad y bloquea el aprendizaje. Todo muy ágil. Todo muy «lean».

4. Rituales y premios ridículos

En la serie, los trabajadores celebran absurdas «fiestas de gofres» o reciben fotos enmarcadas por sus logros, como si la empresa quisiera convertir la obediencia en alegría. En la vida real, muchas compañías hacen algo parecido: ofrecen fruta gratis, fisio en la oficina o pizza los viernes en nombre del engagement, medallas de plástico que tapan lo estructural —salarios congelados, cargas excesivas, autonomía mínima—. Lo llaman «bienestar corporativo», pero es maquillaje con olor a mindfulness. Parches emocionales para que sigas funcionando sin preguntar por qué.

5. El evangelio corporativo

En Lumon, las reglas están recogidas en un manual casi sagrado, lleno de frases místicas que nadie comprende pero todos repiten. En el mundo real no andamos tan lejos: imprimimos «valores» en tazas y pósters y fingimos que eso basta. Glosario de palabras permitidas: «reto» por sobrecarga, «agilidad» por apagar fuegos. Se exige fe y sonrisa. La disonancia no solo cansa: te rompe por dentro. Acabas hablando un idioma que no crees para sobrevivir en la cultura.

Y no es solo metáfora. La psicología social lleva décadas mostrando que preferimos adaptarnos al grupo antes que quedarnos solos con la verdad. En experimentos modernos, incluso sabiendo que los demás se equivocan, una de cada tres personas repite el error solo por no desentonar. En la oficina, esa misma lógica se traduce en el «mejor no decir nada», «espera a ver qué opina el jefe» o «ya lo han decidido arriba». Obediencia con traje de prudencia. Sumisión con KPI.

6. Mandos intermedios obedientes

En Severance, los jefes son caricaturas de autoridad: hablan en eslóganes, vigilan pasillos, repiten consignas. En nuestras empresas no necesitan pasillos: lo hacen en PowerPoints y comités. Gestionan hacia arriba, delegan hacia abajo y escuchan poco a los lados. Dirección por diapositiva; empatía opcional. No son villanos: son Milgram en versión corporativa —por Stanley Milgram, el psicólogo que demostró cómo la gente obedece órdenes incluso cuando van contra su conciencia—. Obedecen «porque lo dice la empresa» y así perpetúan dinámicas que ellos mismos detestan. Los estudios actuales los llaman «obedientes disonantes»: líderes que saben que algo va mal, pero necesitan fingir entusiasmo para sobrevivir al comité de dirección.

7. La empresa sin voz

En Lumon, cuestionar las normas tiene castigo. En la mayor parte de empresas, también. Sin permiso para discrepar, la verdad no sube, el error no baja y la gente se quema. El agotamiento no es un accidente: es un proceso.

Los estudios lo dejan claro: los equipos donde la gente puede hablar sin miedo a parecer conflictiva —lo que los psicólogos llaman tener «seguridad psicológica»— son más creativos, cometen menos errores y tienen menos rotación. Desde hace más de dos décadas, la psicóloga de Harvard Amy Edmondson demuestra algo tan simple como olvidado: que sin seguridad psicológica no hay aprendizaje ni innovación posibles. El problema es que seguimos confundiendo respeto con docilidad. Y como no hay espacio para disentir, lo único que aprendes es a callar. El chip invisible más eficaz que existe. No hace falta silenciarte: basta con que te autocensures.

8. El agotamiento externalizado

Dentro sufre «uno», fuera respira «otro». En Severance, el inni —la versión del empleado que solo existe dentro de la empresa— carga con el dolor, mientras el outie, su yo exterior, disfruta de una falsa paz. Aquí no hay chip, pero el desgaste se queda en la persona mientras posa sonriente en la foto del último team building. Selfie radiante; noche en vela.

La ciencia lo tiene claro: el agotamiento aparece cuando las exigencias superan los recursos. No importa si te gusta tu trabajo o si cobras bien: si das más energía de la que puedes recuperar, el sistema colapsa.

Un estudio con más de 1.700 empleados, publicado en Frontiers in Psychology, confirmó que el desgaste aumenta cuando falla el liderazgo o el clima social, y disminuye en organizaciones que cuidan las condiciones básicas y la autonomía. Durante la pandemia, otras investigaciones mostraron que las empresas con comunicación honesta y cargas razonables tenían equipos más comprometidos y menos quemados. No es espiritualidad: es equilibrio energético.

9. Todos responsables, nadie culpable

«Lo decidió el comité». «Es lo que marca el procedimiento». Resultado de todos; responsabilidad, de nadie. Procedimiento cumplido; conciencia pospuesta. El protocolo como escudo, la ética evaporada.

Como en Lumon, cuanto más grande es la estructura, más fácil que nadie se sienta autor de las decisiones que toma. La psicología de grupos lo llama «efecto de difusión»: cuando algo depende de muchos, cada uno asume que otro se hará cargo. Es la versión laboral del social loafing, ese fenómeno por el que la gente rinde menos cuando su esfuerzo se diluye en el grupo. En la oficina, se traduce en correos que nadie contesta y comités que deciden por inercia. Y luego, eso sí, todos hablan de «accountability».

Esto tampoco lo inventó Severance

Lo potente de la serie es que dramatiza mecanismos que la psicología social lleva décadas documentando.

Solomon Asch demostró que la conformidad moldea el juicio: bastaba con que todos en una sala dieran la respuesta equivocada para que una de cada tres personas repitiera el error, aun sabiendo que estaba mal. No era estupidez, era instinto de pertenencia. El grupo pesa más que la evidencia.

Stanley Milgram fue un paso más allá: en sus experimentos de obediencia, más del 60% de los participantes aplicaron el máximo voltaje a otra persona simplemente porque una figura con bata blanca se lo ordenaba. No eran sádicos: eran obedientes. Les bastaba con pensar que «solo cumplían instrucciones».

Philip Zimbardo cerró el triángulo que empezaron Asch y Milgram con su célebre «prisión de Stanford»: en apenas seis días, estudiantes normales se convirtieron en carceleros abusivos o presos sometidos. No hizo falta maldad individual, bastó un contexto que legitimara el abuso. Décadas después, esas mismas dinámicas se repiten en entornos digitales y corporativos: el grupo ya no está en una sala, sino en un chat de trabajo o en una cultura donde cuestionar el «proyecto estratégico» suena a deslealtad. De esto hablábamos ya en este mismo medio, en ¿Es tu jefe Lucifer? Por qué tu trabajo se siente un infierno, cuando explicábamos cómo entornos aparentemente normales convierten a gente corriente en cómplices de dinámicas perversas. Severance lleva esa lógica al extremo: al cruzar la puerta de Lumon, los personajes se transforman en innis —identidades obedientes diseñadas para no pensar—. Muchas empresas no necesitan chips para lograr lo mismo: diseñan estructuras que desactivan el juicio, premian la sumisión y fabrican obediencia sin bisturí. La distopía ya está en horario de oficina.

¿Por qué acabamos rotos?

Porque no es solo «ciencia ficción oscura»: es una radiografía de lo que nos pasa cuando el trabajo deja de ser un espacio y se convierte en una identidad. Vigilancia sutil, cansancio que no se cura con dormir, decisiones sin sentido y una fatiga moral que se acumula día tras día.

Lo incómodo de Severance no es el chip: es descubrir cuánto de Lumon hay en tu empresa.No digo que el trabajo sea el enemigo ni que todos seamos víctimas. Digo que cuando una organización sustituye sentido por símbolo, criterio por proceso y confianza por cosmética, termina erosionando algo más que la productividad: erosiona el juicio, la energía y, poco a poco, la identidad.

Y nosotros colaboramos encantados: nos implantamos microchips invisibles —callar, ceder, desconectarnos de lo que somos— para seguir encajando.Por eso acabamos rotos: porque cada día nos pedimos un poco menos de verdad a cambio de un poco más de pertenencia.

Según el último informe global de Gallup (2024), basado en encuestas a más de 120.000 empleados en 140 países, el 52% de las personas afirma sentirse estresada a diario por causas relacionadas con su trabajo. No es por trabajar demasiado, sino por hacerlo en entornos donde sienten que no pueden expresarse ni ser auténticos. La carga no es solo de tareas: es de silencio.

Hace poco, una amiga a la que despidieron hace unos meses me confesó —palabras textuales— que la empresa le había roto el corazón. Lo dijo con rencor, y también con esa mezcla de rabia y tristeza que llega cuando entiendes que, a tu empresa, le importas —o, en este caso, importabas— un bledo como persona.

Y pensé que quizá eso sea lo que Severance explica tan bien: que años de vivir en nuestros pequeños Lumon, en nuestras propias severance cotidianas, pueden destrozar a cualquiera.

Si aún no has visto Severance, hazlo. No solo porque es una gran serie, sino porque entenderla —o reconocerte en ella— quizá te ayude a recordar algo que nunca deberíamos haber olvidado: que somos personas antes que empleados.