Hay libros que siempre regresan a uno cuando los tiempos se vuelven confusos. En mi caso, hace algunas semanas que me rondan por la cabeza los aprendizajes que deja El mundo de Sofía, la novela que a muchos no nos sirvió para entender a Kant pero sí para qué sirve pensar: un recordatorio de que el pensamiento es lento, incómodo y profundamente humano.

2025 ha sido un año marcado por lo contrario: respuestas rápidas sin pararnos a cuestionar si nos estamos haciendo las preguntas adecuadas; cada vez más velocidad, pero sin dirección; y un supuesto foco en el bienestar aunque nadie parece estar mejor. Toma ya.

En psicología organizacional este patrón tiene un nombre sorprendentemente fácil de entender: “actuar para no pensar”. La idea, descrita por Chris Argyris, es simple: cuando una persona siente tensión o miedo a quedar mal, tiende a aumentar su actividad para no enfrentarse a lo que realmente falla. En otras palabras: cuando más falta haría pensar, más tendemos a sobreocuparnos para no hacerlo. La inteligencia —la de verdad, no la artificial— quiere perseguirnos, pero nosotros corremos (o, en este caso, huimos) más rápido. Sobreocuparse como excusa para procrastinar el ponernos con los auténticos problemas de fondo: si es que somos la bomba.

La IA, la salud mental y el liderazgo no deben ser conversaciones separadas. Deben entenderse, de alguna forma, como tres manifestaciones del mismo problema: nos hemos empeñado en olvidar que la productividad —la buena, la sostenible, la que aporta claridad— es lo que permite que todo lo demás exista.

Sin productividad, cualquier discurso buenista sobre visión o valores es atrezo corporativo. O peor aún: autoengaño.

1) IA: la herramienta que podía (y aún puede) darnos más claridad… pero que nos está dando más ruido

Es un hecho: 2025 ha sido el año de la adopción masiva de la IA. Según la OECD, esto debería aumentar, a rasgos generales, la productividad y reducir errores operativos, lo cual tiene sentido: acceso inmediato a un superasistente con nivel de doctorado debería ayudarnos a trabajar más, mejor y más rápido. Y, a priori, los estudios de la Fed de St. Louis confirman ahorros de tiempo en los sectores que integran, con cierto rigor, la IA en sus procesos.

Hasta aquí, buenas noticias. Pero ¿es esta la foto completa? ¿O nos estamos dejando algo? Spoiler: nos estamos dejando mucho.

Entre otros estudios, ciertos informes del European Central Bank añaden la parte incómoda a estas proyecciones: muchas empresas —la mayoría— están usando IA sin que eso mejore su productividad real. La tecnología está, sí; pero falta el criterio. Producimos más y más rápido, pero no necesariamente mejor. Lo vemos cada día:

– documentos generados en segundos para hacer el check, que luego caen en el olvido y que, por supuesto, nadie podría defender en una reunión seria;

– cientos de presentaciones en PowerPoint muy bonitas, pero vacías de contenido realmente útil (mejor sería una hoja en Word con conclusiones que realmente lleven a algún sitio);

– decisiones tomadas porque “lo dice ChatGPT” (aunque lo hagamos pasar por reflexión propia) más que por el juicio profesional de un especialista.

La IA está acelerando la actividad a costa de, entre otras cosas, la claridad. Mucho ruido para pocas nueces. El 99% del contenido empresarial está tendiendo a convertirse en fast-food documents. Hamburguesas de un euro versión corporate: te quitan el hambre y tienen buen sabor, pero a la que te descuidas has engordado 10 kg, la ropa ya no te entra y de los análisis de sangre mejor ni hablamos.

¿Y entonces qué sucede? Que la actividad aumenta sin orden y el ruido —la sobreproducción masiva de contenido que no nos da tiempo a consumir— se dispara: más fatiga, más agotamiento y más sensación de trabajar mucho sin avanzar en nada. Desayuno, comida y cena de McDonald’s… y luego nos sorprende no dejar de engordar pese a ir al gym cuatro veces por semana.

Ésta es la paradoja definitiva de 2025: hemos intentado ganar productividad delegando justo lo indelegable: pensar.

Ni Kant habría imaginado una ironía tan fina.

2) Flexibilidad y salud mental: no hemos entendido de qué va esto de cuidar a la plantilla

La flexibilidad laboral ha sido el mantra del último lustro. Y eso es bueno. Un servidor que está tecleando estas palabras la defiende y defenderá siempre a muerte: una mayor flexibilidad laboral nos permite conciliar mejor, lo cual debería llevarnos a ser más productivos sin dejar un bonito cadáver por el camino. Pero no llega solo con tener horario flexible y algo de teletrabajo: si el problema es de fondo, la flexibilidad es un parche. Y obviar esto lleva a lo que muchos denominamos flexibilidad como cosmético: puedes teletrabajar, puedes jugar con tus horarios, pero siempre tendrás encima de la mesa más de lo que cabe en 40 horas semanales. Low-cost cosmetic flexibility, bro.

Y, sobre este punto, una vez más los estudios mal entendidos pueden llevarnos a conclusiones erradas si no leemos la letra pequeña. Gallup señala que el teletrabajo mantiene la productividad, sí. Todos los que trabajamos en el área de personas estamos hartos de leer estas conclusiones. Pero también insiste en que esto será siempre y cuando haya estructura, foco y claridad. Por otra parte, datos recientes de otras fuentes alertan del riesgo de intensificación del trabajo: más horas, más dispersión y límites más difusos. Dicho de otra forma: a más flexibilidad, también es más difícil que se te caiga el boli a tu hora. A lo que, si sumamos las conclusiones que arrojan estudios como el Work Trend Index de Microsoft, confirmando que la mitad del día se va en reuniones y comunicaciones internas que no quitan trabajo (algo que ya todos sabíamos sin necesidad de que lo diga Microsoft)… flexibilidad como cosmético para maquillar que una parte importantísima de nuestra jornada se nos va produciendo entre cero y nada.

¿Entonces, cuál es el punto? Que la falta de claridad y de orden no se soluciona con “más flexibilidad”. Porque, en este contexto, la flexibilidad no libera: agota. Agota porque, al final del día, el cerebro llega hasta donde llega. No somos una IA y nuestro combustible cognitivo es limitado. A la que nos despistamos nos lo gastamos en fragmentar nuestra atención con notificaciones constantes y multitarea continua. El cerebro no está pensado para correr y atarse los cordones a la vez, mientras no paran de llegar correos o alertas de Teams.

Cambiamos lo visible sin tocar lo importante. Parcheamos síntomas sin revisar causas. Automatizamos sin criterio y luego pedimos flexibilidad para sobrevivir al caos que generamos nosotros mismos. Eso no es bienestar.

La salud mental no depende de entrar a trabajar a las siete o a las diez, sino de un entorno que genere menos ruido y más claridad. Y, hablando de ruido…

3) Liderazgos que suman ruido: la epidemia silenciosa de 2025

Esta es la parte más incómoda: mucho liderazgo que está generando los incendios que luego dice intentar apagar.

McKinsey lo resume así: hay personas que crean valor y personas que lo destruyen, y la diferencia no suele ser el talento individual, sino la claridad del contexto en el que trabajan. Este 2025, sin embargo y como veníamos diciendo, hemos visto de todo menos claridad:

– reuniones convocadas “por si acaso” (sin que nadie se pare a pensar si tenemos horas libres en agenda);

– decisiones que se alargan porque nadie quiere ser quien las tome (no vaya a ser que salga mal y le caiga a uno la culpa);

– métricas que se multiplican sin explicar nada (la mal entendida obsesión por el dato);

– discursos inspiradores sobre visión, misión y valores mientras los equipos trabajan sobre arenas movedizas.

Las personas no destruyen valor por ser “peores”, sino porque operan dentro de un sistema desordenado que las empuja a hacerlo sin darse cuenta. No es el talento, es el marco.

¿El resultado final? Horas extra que no sirven para producir, sino para compensar el desorden. Como para no tener burnout.

Porque el liderazgo que añade más reuniones, más proyectos estratégicos o pide más y más informes no lidera: estorba. Y ojo que lo hace con las mejores intenciones, lo que lo vuelve más peligroso: confunde inspiración con utilidad, presencia con impacto y entusiasmo con dirección.

Menuda mezcla, ¿no?:

– IA sobreutilizada que solo genera ruido, un error en el que todos estamos cayendo;

– flexibilidad mal entendida que dispersa y agota, un tema pendiente en muchas organizaciones;

– y liderazgos mal ejercidos que paralizan más que facilitan.

Como para no empezar 2026 con resaca emocio-laboral.

2026: menos fogonazos, más criterio

Me pregunto qué habría pasado si la protagonista de El mundo de Sofía hubiese tenido Copilot integrado en Word, ChatGPT en el bolsillo y Gemini conectado a su Google Suite. Probablemente habría obtenido respuestas mucho más rápidas, sí; pero también habría tenido menos motivos para hacerse esas preguntas que transforman. Y ahí está la trampa: cuando la tecnología nos sirve hamburguesas intelectuales a un euro, cuando la flexibilidad se convierte en algo cosmético y cuando el liderazgo añade más ruido que dirección, lo fácil es producir más… en valde.

Europa compite con economías que producen más rápido, con menos coste y con más inversión tecnológica. La geopolítica no espera a nadie: mientras aquí nos hacemos trampas al solitario con ChatGPT, otros países están construyendo industria, ciencia y empleo.

2026 no necesita más velocidad aparente; necesita criterio real. Dejar de confundir movimiento con progreso y empezar a reconstruir las bases que permiten trabajar con cabeza, no solo con inercia.

Necesitamos volver a lo básico —pero esta vez sabiendo qué implica de verdad—:

– reducir la interferencia, venga de IA mal usada, de presentaciones huecas o de procesos que solo existen para justificar otros procesos;

– priorizar sin autoengaños, aceptando que elegir es renunciar y que no todo tiene el mismo peso;

– usar la IA como palanca de pensamiento, no como multiplicador de documentos;

– cuidar la salud mental desde la estructura, no desde apaños que alivian un rato pero no ordenan nada;

– y exigir liderazgos que den forma al sistema, no que lo llenen de entusiasmo sin dirección.

Eso es volver a lo básico en 2026: recuperar el criterio que hemos ido perdiendo entre tanto fogonazo, tanta multitarea y tanta urgencia artificial. Pensar antes de producir, producir antes de comunicar y comunicar solo cuando haya algo que aportar. Ese es el estándar que deberíamos recuperar.

No es cómodo, no es rápido, no es instagramable.

Pero es lo único que funciona.