Este 3 de diciembre, día internacional de la discapacidad, todo el mundo hablará de empatía, de inclusión, de entender al otro. Muy bien. Pero yo quiero hablar desde otro sitio. Desde A Coruña. Desde esta ciudad que late con viento atlántico y sal en los labios, pero que ya no es la que conocimos. Esta es otra Coruña. Una que lleva décadas caminando a oscuras.

Porque desde hace generaciones —y esto ya nadie lo cuestiona— la normalidad es ser ciego.
Nacer ciego, vivir ciego, morir ciego.
Como quien respira. Como quien late.
Es lo natural. Lo ecológico. Lo esperado.

La humanidad se adaptó a la falta de visión igual que los peces se adaptaron al océano.
Las calles, las viviendas, el transporte, la tecnología, los ritmos de vida… todo evolucionó para la ceguera.
La sociedad misma se volvió limpia, eficiente, sensorial.
Un ecosistema nuevo.

Y lo extraño, lo torcido, lo que se considera una minusvalía severa, es nacer con ojos funcionales.
Como me pasó a mí.
Un error genético. Una anomalía biológica.
Un niño defectuoso que veía.

LA CORUÑA ECOLÓGICA DE LA OSCURIDAD

En esta ciudad, los sentidos no compiten: cooperan. El sonido del mar entrando por el Orzán guía a la gente igual que un faro acústico. Los pasos sobre la Calle Real, las vibraciones en las aceras, los aromas que cambian con el viento en Monte Alto… todo tiene propósito. Todo tiene lógica.

Los coruñeses se mueven con una precisión que yo envidio.
Un ecosistema humano perfectamente adaptado a su forma de existencia.
Un equilibrio que yo rompo con mis ojos.

Porque ver, en este mundo, es un problema real.
Un consumo energético inútil del cerebro.
Una distracción constante.
Una interferencia con el orden natural de las cosas.

YO, EL DESAJUSTADO

En María Pita, ellos cruzan siguiendo vibraciones en el suelo.
Yo me quedo paralizado mirando sombras que me engañan.
Ese “exceso de información visual” lo llaman los médicos.
Para mí es ruido. Caos. Un zumbido insoportable.

En los buses, ellos reconocen líneas por el sonido de los motores —cada uno tiene su timbre, su pulso, su identidad sonora—.
Yo tengo que forzar la vista, acercarme a los números, entornando los ojos como un animal que no entiende su entorno.
A veces subo al equivocado.

Y siempre llega alguien, con la dulzura con la que se trata a un discapacitado profundo, para decirme:
—Tranquilo, los videntes os perdéis mucho.
Y me ayudan.
Y duele.
Porque tienen razón.

En la oficina, trabajan en penumbra ecológica, con iluminación baja diseñada para no saturar los demás sentidos.
Yo necesito luz.
Pero la luz es un recurso caro, ineficiente, casi contaminante para ellos.
Encender una lámpara por mí es un gesto de caridad.
Y pesa como una piedra en el pecho.

¿QUIÉN ES EL DISCAPACITADO AQUÍ?

Cuando estás rodeado de una sociedad perfectamente adaptada a un modo de vida, entiendes rápido cuál es tu lugar:
el de la anomalía.
el del fallo.
el del que consume más recursos para funcionar.
el del que desvía la armonía del sistema.

En esta Coruña, yo soy el discapacitado.
No ellos.
Nunca ellos.

Ellos son el fruto natural de un mundo que cambió.
Yo soy el residuo de una biología antigua que ya no sirve.

Y este 3 de diciembre, mientras todos hablan de inclusión, yo quiero hablar de algo más honesto:
del peso real de ser diferente en una sociedad que funciona perfectamente sin ti.
de lo que significa tener una capacidad que ya no encaja.
de lo que se siente al ser un error evolutivo en tu propia ciudad.

Y AUN ASÍ… SIGO VIENDO

Aunque me cueste, aunque me pierda, aunque necesite ayuda constante, aunque mis ojos sean una discapacidad en este ecosistema de oscuridad… sigo viendo.
Porque es lo único que sé hacer.
Porque, aunque aquí ver sea un desperdicio, aunque moleste, aunque descoloque… yo no puedo apagarlo.

Y quizá —solo quizá— también haya valor en eso.
En seguir existiendo a contracorriente.
En ser el último recordatorio vivo de un mundo que ya no existe.
En mirar una Coruña que ya no fue diseñada para mis ojos.

En esta ciudad de ciegos, yo soy la anomalía con ojos entre los hijos de la oscuridad.
Y hoy, por primera vez, lo digo sin vergüenza.
Lo digo para que alguien se atreva a mirar lo que el mundo decidió dejar atrás.