Todos hemos conocido a alguien que se fue sin conocernos. Así, como suena. Gente con la que compartimos espacio, tiempo, palabras y hasta cama, pero que nunca llegó a entender quién demonios éramos. Y a la inversa, claro: personas que pasaron por nuestras vidas como sombras fugaces, como figurantes de una película en la que creíamos tener el papel principal.

La tragedia de la humanidad no es la guerra, ni el hambre, ni la estupidez (aunque esta última sea de las más letales). La verdadera tragedia es la gente que se cruza en tu camino, te mira, te sonríe, incluso te dice que te quiere, y luego se va sin haber entendido jamás quién eras. Y lo peor: sin que tú lo entendieras de ellos tampoco.

Porque a veces confundimos proximidad con conocimiento, roce con intimidad, costumbre con comprensión. Hay padres que nunca conocieron a sus hijos, amigos que nunca se atrevieron a mirarse por dentro, amantes que compartieron sudor sin compartir alma. Parejas que, tras años de matrimonio, un día se miran y descubren que llevan décadas durmiendo con un extraño.

Nos rodeamos de gente. Pero, ¿cuántos nos conocen de verdad? Y, más importante aún, ¿a cuántos conocemos nosotros? Porque no basta con escuchar lo que alguien dice; hay que entender lo que calla. Y eso es un arte en vías de extinción.

La vida está llena de desconocidos que una vez llamamos amigos. Y de conocidos que nunca llegaron a serlo.