El director del Instituto Cervantes Luis García Montero y Pedro Sánchez.
El esfuerzo de la RAE por no reírse (demasiado) de Luis García Montero
Luis García Montero es más conocido por su militancia que por una carrera brillante en la gestión pública y cultural o por su poesía monocorde.
En el solemne patio de las letras hispanas, la disputa entre la Real Academia Española (RAE) y el Instituto Cervantes ha alcanzado cotas de sainete.
Si uno escucha a los defensores de la RAE, la Academia es la última barricada frente a la barbarie lingüística.
Si se atiende a la versión del Instituto Cervantes, resulta que la modernidad pasa por sus pasillos y por la luminosa figura de su director, Luis García Montero.
Todo sería un clásico entremés si no fuera porque está en juego el prestigio (y el presupuesto) de nuestras instituciones culturales.
La reciente disputa entre el director del Instituto Cervantes y el de la Real Academia Española no es una simple diferencia de opiniones, sino que pone sobre la mesa cuestiones de fondo como la independencia institucional y los compromisos políticos de quienes ostentan cargos de relevancia cultural.
Luis García Montero, director del Instituto Cervantes, llenó de fotografías propias las farolas de las calles cuando fue candidato de Izquierda Unida a la Asamblea de Madrid. Esa formación política tenía entonces trece diputados y él logró reducirlos a cero.
Alberto Núñez Feijóo junto al director de la RAE, Santiago Muñoz Machado, durante una visita a la Academia.
Ese fracaso no sirvió para sus intereses políticos, pero sí para que sea más conocido por su militancia que por una carrera brillante en la gestión pública o cultural o por su poesía monocorde.
La Real Academia Española, con sus siglos de historia, representa (y esto no es mero tópico) el baluarte más firme en la defensa, el estudio y la difusión del español. Su independencia, su rigor y su neutralidad política la han convertido en una institución de referencia, capaz de guiar la evolución de la lengua al margen de vaivenes gubernamentales, modas pasajeras o intentos de traducción de la Constitución al lenguaje inclusivo.
Frente a este modelo de gestión, García Montero ha preferido ser el delegado del Gobierno en el Instituto Cervantes.
La disputa no es, pues, una simple cuestión de egos o de competencias institucionales: es la lucha entre la libertad intelectual y la sumisión al poder político.
Si el español ha de seguir siendo un idioma universal, libre y plural, su promoción no puede quedar en manos de quienes anteponen la lealtad política al rigor intelectual.
En definitiva, la disputa entre la dirección del Cervantes y la RAE no es una anécdota menor. Es un síntoma preocupante de la deriva partidista de algunas instituciones culturales. La Academia, con todos sus defectos, sigue siendo la mejor garantía frente a gestores/políticos/poetas que no acaban de ser relevantes porque son mediocres en esas tres actividades.
Resulta imposible no preguntarse por qué un poeta tan inclinado a la política (y tan políticamente inclinado) terminó al frente del Instituto Cervantes. La respuesta es tan obvia que da sonrojo: García Montero ha hecho del compromiso partidista su mejor aval.
Que nadie se engañe. El carné pesa más que los versos. Claro que, en realidad, los versos pesan poquísimo.
Algo más pesó la condena judicial de Montero por injurias a un compañero docente universitario a quien insultó porque mantenía opiniones diferentes a las suyas. Un ejemplo de cómo Montero asume que la cultura es un campo de batalla.
Y es muy posible que así sea y haya sido siempre. Pero es un campo de batalla contra el poder o, de lo contrario, no hablamos de cultura, sino de cómoda obediencia.
"Quizá el verdadero problema es que, en el fondo, la cultura española ha decidido prescindir del mérito y abrazar la mediocridad con entusiasmo"
Pero es que, en este caso, se trata de filología y sintaxis y ortografía y acepciones y diccionario y lenguaje, y la política aquí no tiene acomodo alguno por mucho que Montero la cultive, con el escaso éxito ya comprobado, en cada rincón de su biografía.
Así están las cosas. Las instituciones culturales convertidas en coto de amiguetes, el director del Cervantes paseando condena y fracasos electorales con la misma soltura con la que recita tópicos en sus libros, y la RAE intentando mantener a flote una dignidad cada día más rara.
Quizá el verdadero problema es que, en el fondo, la cultura española ha decidido prescindir del mérito y abrazar la mediocridad con entusiasmo.
Pero no desesperemos. Siempre nos quedará la ironía (con la que se pretende escribir este artículo) para comentar las declaraciones institucionales inadecuadas y, sobre todo, nos quedará la RAE, mientras la dejen como está, para recordar que la excelencia aún existe, aunque sea una especie en peligro de extinción.
Mientras tanto, la RAE, con todos sus defectos, resiste como puede el asalto del marketing y la frivolidad. Es cierto que los académicos no siempre brillan por su audacia. Pero, al menos, su legitimidad descansa sobre todo en los méritos y no en el compadreo político.
La Academia, blanco de todas las iras modernizadoras, sigue siendo (mal que le pese a algunos) el referente de autoridad lingüística, referencia que ha perdido el Cervantes de García Montero, que confunde promoción con propaganda y política con cultura.
Entre el poeta que recorta su figura sobre la imagen del poder y la Academia, que hace su trabajo, la RAE se antoja hoy la única defensa seria contra la banalización institucional.
*** Juan Carlos Arce es ex letrado del Tribunal Supremo y del CGPJ y académico de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.