Sínodo del Vaticano en la Amazonía.
La izquierda beata y las religiones
La vuelta de tuerca posmoderna ha hecho del remedio algo peor que la enfermedad. Lejos de respetar la libertad religiosa sin más, se ha terminado por absolver el dogma religioso de la imprescindible crítica.
Con la muerte del Papa Francisco se han desatado todo tipo de reacciones, algunas incluso alejadas del código habitual de buena conducta, consistente en respetar al finado e, incluso, forzar el recuerdo de aspectos positivos.
Es muy común que, cuando algún personaje público fallece, las necrológicas se inunden de las mismas alabanzas que le fueron escatimadas en vida. En este caso, sin embargo, la polarización no se ha tomado un descanso y ha asomado a la vuelta de la esquina, por casi todos los lados.
Lo paradójico es que muchos fieles de la Iglesia Católica, entre ellos algunos formadores de opinión, tengan una relación tan turbulenta con el que hasta ahora ha sido el máximo representante de Dios en la tierra, al que acusan sin medias tintas de comunista por estar al lado de los pobres y contra las injusticias sociales del sistema capitalista (¿sabrán lo que es la doctrina social de la Iglesia?); al tiempo que gentes históricamente ateas, incluso anticlericales, se sientan completamente interpeladas por lo que pasa o deja de pasar dentro de un club al que no pertenecen.
El Papa Francisco. Reuters
Llama poderosamente la atención que una parte de la izquierda muestre semejante fe en dogmas históricamente ajenos a su tradición y en una institución cuya influencia secular sobre la moral pública siempre aspiró a minorar o erradicar por completo.
Cierto es que las religiones, todas en mayor o menor medida, no conforman asociaciones de carácter privado que resulten irrelevantes en la esfera pública. Por tanto, desde el ámbito de la política es inevitable que nos interpelen sus comportamientos y actitudes.
Son principalmente dos los problemas que, en términos democráticos, tienen “las religiones del libro”.
El primero, la apelación, precisamente, a ese libro sagrado que, por definición, no es resultado de deliberación democrática alguna, y que por tanto desemboca en argumentos que no son atendibles para el conjunto de los ciudadanos de una sociedad política.
El segundo, muy relacionado con el anterior: los dogmas y las prescripciones religiosas no interpelan únicamente a sus fieles, lo cual las convertiría en parcialmente inocuas, sino que tienen una vocación de influencia en la esfera pública.
"Cuando la Iglesia aspira a condicionar la educación pública e imponer dentro del currículo una formación que es doctrina religiosa o catequesis, no está operando dentro del marco de sus parroquias y feligreses, sino aspirando a condicionar la vida pública"
Cuando desde la Iglesia católica se pronuncian en contra del aborto o de la eutanasia, incluso sus sectores más reformistas, no lo hacen aportando razones de carácter biológico o científico, sino una concepción naturalmente religiosa y dogmática, en sentido estricto, de un aspecto de la vida pública que afecta no sólo a sus fieles, sino el conjunto de la sociedad.
Cuando esa misma Iglesia católica aspira a condicionar la educación pública e imponer dentro del currículo una formación que es doctrina religiosa o catequesis, no está operando dentro del marco de sus parroquias y feligreses, sino aspirando a condicionar la vida pública.
La religión, por tanto, desborda, la esfera privada.
Si lo hace el Vaticano, como Estado, con sus estructuras de poder opacas y férreamente autoritarias, ¿qué podríamos decir del protestantismo, del evangelismo o del islam?
El primero, aunque sea habitual escuchar lugares comunes de quienes sacan pecho sobre su supuesta superioridad sobre el catolicismo, tiene una dimensión claramente político-ideológica que empasta de forma armónica con una concepción capitalista de la organización social que maximiza el interés individual hasta extremos tales como erosionar el bien común o el interés social.
La doctrina social de la Iglesia católica, que el Papa Francisco recordó frecuentemente con tanta pertinencia, para escándalo de algunos de los fieles católicos (que parecen preferir el dogma de Milei al catolicismo), brilla por su ausencia cuando observamos las estructuras sociales protestantes, en las que el individuo y la rentabilidad económica se imponen frente a cualquier noción de justicia social.
De nuevo, son diferentes formas de procurar una influencia pública, en mejor o peor sentido, pero desbordando el marco del “club privado” y con fundamentos como el libro sagrado o la palabra de un profeta que no pueden jamás ser atendibles por el conjunto de los ciudadanos.
El Vaticano.
La influencia del evangelismo en diversas naciones de América Latina durante los últimos años ha mostrado la cara más reaccionaria de la influencia religiosa en política, en contextos donde la pobreza y la desigualdad social y económicas siguen siendo lacerantes.
Fue precisamente allí donde algunos católicos mostraron un conmovedor compromiso social con los más débiles, como fue el caso de Pedro Casaldáliga, teólogo de la liberación entregado a la causa de los pobres y los desposeídos en Brasil, virulentamente amenazado por las oligarquías políticas y económicas con las que la jerarquía católica mantuvo durante décadas una estrecha y nefasta connivencia, y condenado por Papas anteriores por su cercanía al marxismo.
La distancia entre el dogma proferido desde el púlpito y las prácticas más hipócritas es otra constante de las religiones.
Del judaísmo podríamos decir otro tanto cuando exhibe su dimensión política en las versiones más recalcitrantes e integristas del sionismo, una vaca sagrada para buena parte de la derecha política, que mira hacia otro lado ante la masacre cruenta de Gaza o la beligerancia de los colonos, detrás de la cual asoma la peligrosa mezcolanza entre fundamentalismo religioso y nacionalismo recalcitrante.
Si hay una religión con la que buena parte de nuestra izquierda, especialmente la hegemónica, muestra una comprensión más cerril y contradictoria, esa es, sin duda, el islam. Especialmente con las versiones más fundamentalistas del islam político, que no muestra, como es el caso del catolicismo, una vocación cada vez más tímida y debilitada de influir en el espacio público, sino que directamente niega toda separación entre leyes civiles y políticas, y la ley religiosa.
"La voz 'islamofobia' se ha convertido en una caricatura que no discrimina las posiciones reaccionarias de la extrema derecha del imprescindible laicismo que debería guiar a cualquier izquierda reconocible"
Ahí están casos tan escandalosos como el del Ministerio de Igualdad de Irene Montero, que exhibió una inacción cómplice con todo tipo de vulneraciones de los derechos de mujeres y niñas, que cuando se hacen en nombre del islam son blanqueadas como experiencias culturales merecedoras de respeto y protección, o el Sindicato de Estudiantes defendiendo el hiyab como un símbolo de empoderamiento.
La voz 'islamofobia' se ha convertido en una caricatura que no discrimina las posiciones reaccionarias de la extrema derecha del imprescindible laicismo que debería guiar a cualquier izquierda reconocible.
¿Cuántos humoristas progresistas en España salieron a defender abiertamente la libertad de expresión, de sátira o blasfemia en el caso de Charlie Hebdo?
¿Cuántos de los que defienden, con poderosas razones democráticas, la despenalización del aberrante delito de ofensas a los sentimientos religiosos, se transforman después en cobardes devotos del dogma religioso, siempre y cuando las ofensas no se proyectan hacia el catolicismo sino hacia el islam?
Irene Montero.
Cierto es que la izquierda, durante demasiado tiempo, practicó una obtusa incomprensión del fenómeno religioso y, sobre todo, un contumaz desprecio hacia tantas personas que, perteneciendo a las clases trabajadoras y populares, profesaban su fe y un profundo arraigo en convicciones religiosas.
Sin embargo, la vuelta de tuerca posmoderna ha hecho del remedio algo peor que la enfermedad. Lejos de respetar la libertad religiosa de las personas, máxima loable, se ha terminado por absolver el dogma religioso de la imprescindible crítica al peligro de convertir supersticiones colectivas en pretendidas razones atendibles para todos, cuando no lo son por fundarse en razones privadas y perseguir un proselitismo público democráticamente inaceptable.
La izquierda, que históricamente tuvo coincidencias razonables con sectores de la Iglesia Católica que aspiraban, a través de razones y fundamentos muy diferentes, a la superación de estructuras económicas injustas, lleva demasiado tiempo abandonado la senda del laicismo y la separación radical entre el Estado e Iglesia, y se ha vuelto cada vez más comprensiva con las identidades religiosas, incluso con las new age, modalidades aún más peligrosas que las supercherías clásicas.
Una deriva inquietante desde las luces hacia el oscurantismo.
*** Guillermo del Valle Alcalá es secretario general de Izquierda Española.