El Gobierno de Pedro Sánchez se ha desmarcado de los ministros del Interior de la Unión Europea, que han aprobado este lunes un reglamento para simplificar y acelerar las expulsiones de inmigrantes irregulares.

España se ha quedado aislada al votar en contra de una de las novedades introducidas: la creación de centros de deportación en terceros países, considerados "seguros".

El argumento aducido por Fernando Grande-Marlaska es que aunque España “está absolutamente involucrada en la lucha contra la inmigración irregular”, debe defender los valores fundamentales de la UE y los derechos humanos.

Es legítimo cuestionar los puntos ciegos de la controvertida vía Meloni que se ha acabado imponiendo en la UE.

No en vano, muchos han manifestado dudas razonables sobre si algunos de esos países designados para tramitar las solicitudes de asilo realmente garantizan la seguridad de los deportados. También se ha discutido la posibilidad de que los centros de retorno propicien detenciones indefinidas susceptibles de lesionar los derechos de los inmigrantes.

Pero ese debate ya se ha producido en la UE a lo largo de los últimos ocho meses. Y una vez ha sido zanjado, España debería preocuparse ahora por consensuar una posición común con el resto de la UE.

Máxime cuando España ha sido clasificada por la Comisión Europea como Estado bajo "presión migratoria desproporcionada", debido al alto volumen de llegadas irregulares, especialmente por la ruta atlántica hacia Canarias.

El Gobierno debe hacerse cargo de la inquietud que provoca entre sus socios su condición de puerta de entrada de inmigración al continente, evitando convertirse en un coladero que amenace la seguridad comunitaria.

Y ello exige una política migratoria clara, de la que Sánchez carece. Este gobierno se ha limitado a proclamar retóricamente la cooperación con países de origen, mientras perpetúa un modelo económico dependiente de la inmigración que alienta el efecto llamada que ahora la UE trata de revertir.

Cabe recordar que, desde que Sánchez es presidente, los flujos migratorios se han descontrolado, con más de cuatro millones de entradas legales y 348.000 irregulares.

Que España continúe sustrayéndose al endurecimiento de la política migratoria que está produciéndose en toda Europa indica que el Gobierno no está por la labor de corregir su deficiente control de fronteras.

Con su inexistente gestión de los flujos migratorios, el gobierno que esgrime frente a sus pares la defensa de los derechos humanos está contribuyendo, irónicamente, a generar graves problemas humanitarios en los inmigrantes.

Sin ir más lejos, la crisis de menores tutelados desaparecidos en Canarias. Jóvenes que, tras cumplir la mayoría de edad, caen en un limbo legal. Ni tienen papeles, ni posibilidad de integración, ni acceso a trabajo o vivienda, propiciando un caldo de cultivo para su caída en la marginalidad.

Y ni siquiera se trata de una cuestión de ideología. El único país gobernado por socialdemócratas junto con España —Dinamarca— ha sido el encargado de defender en el Consejo la necesidad de frenar los "incentivos perversos" del actual modelo migratorio.

Al igual que en otros debates recientes —la crisis de Gaza, las enmiendas a la transición verde o la cuestión gasto en defensa—, España vuelve a destacarse como la voz discordante en una coyuntura de amenazas geopolíticas que desaconseja debilitar la voz colectiva del bloque comunitario.

Y ello es un síntoma de que nuestro país desempeña un rol cada vez más secundario en la gobernanza europea y en la escena global, como lo prueba también la exclusión de Sánchez de las principales reuniones de alto nivel entre líderes europeos para departir sobre la paz en Ucrania.

El anómalo Sánchez sigue rompiendo consensos, pero es España —y el resto de la UE— quien paga el precio de su talante díscolo.