Con el inicio este lunes de su juicio ante la Sala Penal del Tribunal Supremo, Álvaro García Ortiz ha registrado una deshonrosa primicia: convertirse en el primer fiscal general en Democracia en ser juzgado por un presunto delito.

En su caso, uno de revelación de secretos, castigado con una pena de cárcel de hasta cuatro años, multa y susceptible de costarle el puesto.

Si se ha podido dar esta situación sin precedentes, es porque García Ortiz se ha obstinado en llegar hasta la vista oral en posesión de la titularidad de su cargo de fiscal general, desoyendo las solicitudes de dimisión de amplios sectores de la carrera fiscal.

Y no sólo ha comparecido en la primera sesión del juicio como jefe de la Fiscalía General del Estado: ha hecho uso de todas las prerrogativas formales que le otorga esta condición.

Ha vestido la toga y las puñetas del atuendo de fiscal general.

En virtud de su condición de jurista, se ha sentado en estrados junto a la abogacía del Estado, en lugar de en el banquillo de los acusados.

Ha accedido al edificio por la puerta noble del Tribunal Supremo, reservada a las autoridades.

Y se ha hecho aplaudir por sus subordinados a la salida de su comparecencia.

Por supuesto, toda esta dramaturgia no es causal. Es la forma de escenificar desde la Fiscalía General del Estado un choque institucional y de lanzar un desafío al Tribunal Supremo.

Pero, con ello, García Ortiz, no hace sino confirmar la impresión que la mayoría de ciudadanos alberga al representárselo como instrumento al servicio del Gobierno de Pedro Sánchez.

Porque es el presidente quien, al haber ratificado hasta el final su respaldo al fiscal, está retando por persona interpuesta al Tribunal Supremo, alimentando así su narrativa sobre la politización de una parte de la judicatura conjurada contra el Gobierno.

Tanto Ferraz como Moncloa han aventado en los últimos meses una campaña de desprestigio sobre la "vergonzosa" instrucción del magistrado Ángel Hurtado, con objeto de deslegitimar el proceso judicial y retratar a García Ortiz como víctima de una persecución de motivaciones espurias y "sin ninguna prueba" .

En la España al revés de Pedro Sánchez, el máximo representante del Ministerio Fiscal, encargado de velar por la legalidad y los derechos de los ciudadanos, es un presunto delincuente acusado de filtrar información confidencial sobre un contribuyente.

Pero la anomalía institucional es doble. Porque es el Gobierno el que, subvirtiendo el esquema del equilibrio de poderes, pretende enjuiciar la conducta de los jueces.

García Ortiz ha negado rotundamente haber sido él quien filtró a la prensa el correo electrónico incriminatorio del abogado del novio de Ayuso. Pero con independencia de que salga absuelto o condenado (ante lo cual el Gobierno lo convertiría en mártir del lawfare), el daño para la institución será ya irreparable.

Porque el crédito de la Fiscalía General del Estado se funda en su independencia. Y es precisamente la imagen de imparcialidad la que García Ortiz ha malogrado irremediablemente, al persistir en el ejercicio de su magistratura pese a estar inmerso en un proceso judicial.

Es evidente que el fiscal ha supeditado el buen nombre de la institución que aún dirige a la obcecación por limpiar el suyo propio.

Pero ha quedado en evidencia una vez más que también al Gobierno le ha importado más echarle un pulso a la Justicia y ganar el relato de la persecución judicial que la reputación del Ministerio Fiscal. La aberración institucional a la que conduce subordinar toda la maquinaria estatal al interés personal y partidista ha alcanzado con este caso su apoteosis.