Como era de esperar, la inhabilitación de Marine Le Pen, de resultas de su condena, por parte de un tribunal de París, por desvío de fondos públicos del Parlamento Europeo, ha desatado en Francia una conmoción política.
La líder de la ultraderecha francesa se ha apresurado a tachar la sentencia de "decisión política".
Sus partidarios, que han convocado una movilización de protesta para este domingo, se han servido de la coartada de la persecución judicial, tan habitual entre los populismos de uno y otro signo.
Es muy sintomático en este sentido que el candidato de la extrema izquierda, Jean-Luc Mélenchon, se haya solidarizado con Le Pen alegando que inhabilitar a un político es algo que sólo puede hacer "el pueblo" y nunca un juez. Un dislate que contraviene el principio nuclear de la democracia liberal, el de que nadie está por encima de la ley. Incluidos los representantes políticos, por mucho refrendo popular del que gocen.
Sus acólitos esgrimen la condición de favorita de Le Pen para ganar las próximas presidenciales como móvil de la decisión judicial, que sería el último recurso del establishment para impedir la llegada de Reagrupación Nacional a la Presidencia de la República francesa.
Pero lo cierto es que se trata del resultado de un proceso con todas las garantías y que ha dictaminado que Le Pen desvió fondos públicos del Parlamento Europeo. Por mucho que no hubiera enriquecimiento personal, sí se ha probado una malversación que procuró a su formación un rédito partidista. Porque RN utilizó dinero público para pagar como "asistentes parlamentarios" a empleados del partido.
Además, el hecho de que el Tribunal de Apelación de París haya comunicado que priorizará el recurso que presente Le Pen para fallarlo "en verano de 2026" habla en contra de la hipótesis de una conjura político-judicial para sacar a la candidata ultraderechista de la carrera presidencial. Como también lo hace el hecho de que la propia Le Pen exigiera, antes de verse en esta tesitura, que los cargos públicos condenados por corrupción fueran sentenciados a ser inelegibles de por vida.
Si el veredicto resulta favorable, Le Pen podría concurrir sin problema a las elecciones de 2027. Y, en cualquier caso, se resuelva o no a su favor su recurso, podrá hacerlo su partido, con otro candidato. Lo que, a la vista de la popularidad de su delfín Jordan Bardella (superior incluso a la de ella), no parece que fuera a redundar en detrimento de las posibilidades electorales de RN.
Al contrario, muchos en Francia auguran que la sentencia será explotada políticamente para ratificar la narrativa de una operación de interferencia en el proceso democrático cuyo objetivo es el de impedir la victoria de una líder incómoda.
El recuerdo de la condena judicial a Trump, que lejos de estigmatizarlo lo reforzó a ojos de sus bases, parece ser lo que ha inspirado entre los rivales de Le Pen una inquietud ante los efectos que pueda provocar la inhabilitación, lo que explicaría la tibieza con la que han reaccionado a la sentencia.
Le Pen reedita así el manual populista de otros líderes ultraderechistas que, como Trump en Estados Unidos, Jair Bolsonaro en Brasil o Calin Georgescu en Rumanía, han disfrazado su desprecio por la legalidad declarándose víctimas de un sabotaje institucional de la voluntad popular.
El hecho de que se trate de un discurso idéntico al del lawfare introducido por la izquierda latinoamericana (y replicado ahora por la española) sólo prueba que, aun con planteamientos ideológicos antitéticos, todos los populismos son el mismo.