El tono desafiante e indómito de los portavoces de Junts y ERC durante la sesión de investidura de Pedro Sánchez dinamitó su discurso de la reconciliación y el "diálogo". Y permitió anticipar la legislatura casi ingobernable —y previsiblemente breve— que tendrá que afrontar el recién reelegido presidente del Gobierno, rehén al albur de sus sostenes secesionistas.

A la endeblez de su "mayoría progresista" —que ni es realmente mayoría ni mucho menos progresista— se le suma el vigor inextinguible de una mayoría social que ha vuelto a protestar masivamente contra la Ley de Amnistía que le ha abierto a Sánchez las puertas de La Moncloa.

Apenas una semana después de las concentraciones multitudinarias del pasado domingo en todas las capitales de España, los ciudadanos han vuelto a salir a las calles para mostrar su rechazo a la transgresión de los principios de la igualdad ante la ley, la seguridad jurídica y la división de poderes.

En la manifestación de este sábado, una de las más populosas que se recuerdan en Madrid en la última década, más de un centenar de entidades cívicas constitucionalistas han congregado, según sus cálculos, a un millón de personas en una abarrotada Plaza de Cibeles y en sus alrededores. 170.000 asistentes según la Delegación del Gobierno, cuyas cifras, aunque poco fiables, suponen más del doble de las 80.000 que aseguró se reunieron en la anterior manifestación.

La enormidad de la primera protesta tras la investidura de Sánchez sugiere que la indignación cívica, que también se sigue expresando en los escraches a las sedes del PSOE por decimosexta noche consecutiva, no va a remitir en las próximas semanas.

Es probable que Sánchez hubiera anticipado la tensión que iba a provocar la claudicación del Estado ante quienes atentaron contra su integridad, aunque optase por seguir huyendo hacia delante. Pero es legítimo sospechar que minusvaloró la magnitud del malestar social en forma de movilizaciones que iba a tener que arrostrar.

Y no sólo de concentraciones de esa "derecha" ante la que parece decidido a levantar un "muro". El presidente recién investido se está viendo cercado también por la presión callejera de sus propios socios, que, desnudando el falaz argumentario del PSOE, se han reafirmado en su horizonte de unilateralidad, hoy más cercano gracias a la mutación constitucional que perpetra la amnistía a los secesionistas

El Gobierno va a necesitar un gran despliegue de propaganda para persuadir a los ciudadanos de que sus apoyos parlamentarios han vuelto al redil del orden constitucional cuando, sólo un día después de que Sánchez jurara su cargo, la izquierda abertzale ha inundado las calles de Bilbao con casi 30.000 personas en una marcha bajo el lema Somos una Nación. A la cabeza, Arnaldo Otegi, que ha celebrado la reelección del Ejecutivo "progresista" porque abre "una nueva ventana de oportunidad" para el independentismo vasco y la autodeterminación de Euskal Herria.

Al mismo tiempo, Oriol Junqueras afianza sus relaciones con EH Bildu para formar un frente conjunto de presión al Gobierno en la izquierda independentista con representación parlamentaria. Y ya se perfila asimismo un eje entre Junts y un PNV radicalizado.

Y si a Sánchez se le multiplican los incendios en las calles y entre sus alianzas en el Congreso, tampoco escapa de la inestabilidad su propia coalición de Gobierno. El aborto del nombramiento como ministro de Nacho Álvarez consuma la ruptura entre Sumar y Podemos, que buscará significarse como un actor parlamentario autónomo capaz de contribuir a complicarle aún más la gobernabilidad a Sánchez.

Mientras tanto, los sondeos arrojan una oposición mayoritaria a la amnistía que incluye a un número notable de socialistas que fueron engañados el 23-J. A buen seguro habrán estado representados muchos de ellos en Cibeles este sábado. El éxito de esta manifestación es también el de un clamor social cada vez más transversal contra la inmersión de España en un proceso de desmembración nacional y de deterioro institucional acelerado.