Insistiré en glosar la primera frase sustancial del discurso con el que Pedro Sánchez acaba de obtener su tercer mandato como presidente del Gobierno: "O la democracia proporciona seguridad o la inseguridad acabará con la democracia".

El candidato había hecho converger en ese concepto asuntos tan diversos como las guerras de Gaza y Ucrania, la emergencia climática, los cambios en el mercado laboral, el alza del coste de la vida o su tema favorito: el peligro de la ultraderecha.

Legítimo pero anómalo.

Legítimo pero anómalo. Javier Muñoz

Sin darse cuenta de hasta qué punto esta equiparación podía volverse contra él, Sánchez dio en la clave al presentar la "incredulidad" y el "desconcierto" como sinónimos de "inseguridad".

Porque, en efecto, la seguridad de una democracia no reside ni en los antidisturbios de Marlaska, ni en los soldados de Margarita Robles ni en los más o menos avispados espías del CNI, ni siquiera, como dijo una histórica sentencia de los Papeles del Pentágono, "en las rampas de lanzamiento de los misiles nucleares", en el caso de que los tuviéramos.

La seguridad, en ese sentido integral del término, reside en una democracia en la confianza de los ciudadanos en el funcionamiento de sus instituciones. Y eso incluye tres derivadas fundamentales:

1. La presunción de veracidad depositada en el ejercicio del Poder Ejecutivo. O sea, la fe de los gobernados en que los gobernantes les dicen la verdad.

2. La prevalencia del Estado de derecho a través de las garantías propias de la seguridad jurídica. Es decir, la confianza en que ninguna mayoría parlamentaria ocasional podrá vulnerar principios constitucionales básicos como la igualdad ante la ley.

3. La tutela judicial efectiva. O, lo que es lo mismo, la tranquilidad de poder acudir a una Justicia independiente cuando alguien siente perjudicados sus derechos por actos de particulares o de la propia administración.

Pues bien, es evidente que ninguno de estos tres baremos se cumple en la España actual porque la investidura de Sánchez es fruto de un engaño flagrante; porque ese engaño tendrá su plasmación en una ley ignominiosa que dice lo contrario de lo que hasta ahora ha sostenido el mismo grupo Socialista que la ha presentado; y porque su aplicación supondrá un torpedo en la línea de flotación de la independencia judicial.

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No estamos hablando de un episodio más, amortizable en el género de las promesas electorales incumplidas. La amnistía a cambio de votos destruye simultáneamente esos tres pilares esenciales de nuestra seguridad como ciudadanos.

Sabemos que es una inmoralidad, pero ya ha empezado a consumarse y esa percepción —compartida incluso por buena parte de quienes interesadamente la apoyan— nos viene a tiznar a todos. España es hoy peor que hace una semana, puesto que no hemos sido capaces de impedir por medios políticos o jurídicos este sucio mercadeo.

La gran mayoría de quienes conocemos la génesis y desarrollo de nuestra Constitución también estamos convencidos de que la proposición de ley del PSOE es toscamente anticonstitucional.

De hecho, su propio articulado añade un argumento definitivo a todos los ya expuestos. ¿Por qué habría de reformarse ahora el artículo 130 del "Código Penal de la Democracia", datado en el 95 y varias veces modificado, para añadir el pegote de una nueva causa de extinción de la responsabilidad penal —junto a las siete ya tasadas, incluido el indulto—, si no fuera porque la amnistía quedó deliberadamente excluida, en cualquier circunstancia e hipótesis, por los constituyentes?

"Pasamos de la igualdad a los privilegios; de la primacía de la legalidad a la discrecionalidad; de la justicia equitativa a la justicia a la carta"

Pero a ese convencimiento se le añade la desasosegante certidumbre de que el Tribunal Constitucional avalará la validez de la norma sin más titubeo que el que resulte conveniente a los siete magistrados de la mayoría, no progresista sino gubernamental.

Todo indica que el destino de Cándido Conde-Pumpido es ser el ejecutor jurídico de un tránsito "de la ley a la ley", en sentido inverso al que diseñó Torcuato Fernández Miranda en los estertores del franquismo porque esta mutación constitucional engendra un nuevo régimen menos democrático. Pasamos de la igualdad a los privilegios; de la primacía de la legalidad al imperio de la discrecionalidad; de la justicia equitativa a la justicia a la carta.

La izquierda, esta izquierda, pagará muy caro estar supeditando con tan insensata ligereza sus principios más sustanciales a una ambición personal, a costa de fracturar a los españoles. Pero, como todas las profecías, su cumplimiento tiene un alcance incierto. ¿Qué hacer mientras esa factura llega?

[Editorial: ¿Qué piensa hacer Sánchez con los españoles que queden al otro lado de su muro?]

De nada sirven la indignación ciega que instiga los recurrentes escraches en Ferraz, ni el fatalismo de los dulcinitas que auguran un bolivariano final de los tiempos, ni el cinismo de quienes fingen seguir con su bussiness as usual.

Este sí que es un "conflicto político" y no el del relato fake avalado por el PSOE en sus tres documentos con los "indepes". Tenemos un presidente legítimo que encarna a la vez una anomalía democrática y ha decidido ocultar esa antinomia polarizando a la sociedad mediante un "muro" divisorio.

Quienes no estén de su lado del "muro" quedarán excluidos de la comunidad progresista y serán tratados en consecuencia como reaccionarios. Es tremendo percibirlo así, pero el discurso de investidura nos ha encerrado en esa "casa dividida en su interior" que, según Lincoln, "no puede prevalecer".

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Toda vez que la mentira no está tipificada como delito, hay que reconocer que Sánchez ha logrado perpetuarse en el poder por medios absolutamente legales. Y también es de justicia reconocer sus méritos en el plano de la habilidad, la astucia, la estrategia, la simulación, la elocuencia y sobre todo la determinación de ejecutar sus designios.

Cuestión distinta serán los efectos de sus actos. Lo más probable es que resulten muy nocivos para todos, pero tampoco cabe descartar por completo que tan malos principios evolucionen hacia un aterrizaje suave y tengan un razonable final de trayecto. Es la teoría de "los renglones torcidos de Dios" impulsada esta semana por el CIS catalán.

Pero lo que hoy nos ocupa no es esa visión de largo plazo, sino cómo encauzar y dilucidar ahora el palpable conflicto entre legitimidad y anomalía.

Tres de las cuatro acepciones que la RAE atribuye a "anomalía" son de plena aplicación al caso, toda vez que la otra se refiere a la astronomía. La primera: "Desviación o discrepancia de una regla o un uso". La segunda: "Defecto de forma o de funcionamiento". Y la cuarta: "Malformación, alteración biológica, congénita o adquirida".

"Sánchez sólo es audaz cuando no tiene otro remedio y sabe que sus argumentos son tan endebles que perdería por goleada un referéndum"

En la primera es en la que insiste hasta la saciedad Feijóo —nunca había gobernado el derrotado en unas elecciones generales—, pero debería dejar de hacerlo porque nos lleva a encogernos de hombros. En un sistema parlamentario alguna vez tenía que ser la primera. Lo raro es que no hubiera sucedido antes.

Mucho más grave es el "defecto" de que gobierne alguien con el estigma de falsario porque 48 horas antes de las elecciones dijo lo contrario de lo que ha hecho sobre la amnistía. Y no digamos el riesgo de que esa "malformación adquirida" se transforme en "congénita", como si viviéramos en la Turquía de Erdogan y viajáramos hacia la Rusia de Putin. Ya he pronosticado que la sociedad española no se tragará esa rueda de molino y a ello me atengo.

La misma legitimidad que tiene Sánchez para ejercer su "potestas" sin "autoritas" la tiene la oposición para promover o secundar manifestaciones tan imponentes como la de este sábado y poner todos los palos reglamentarios o reglamentistas que quepan en las ruedas de la anomalía gubernamental. Pero el interés general requiere que esta situación no se prolongue y no hay otro medio para resolverla democráticamente que recurrir a las urnas.

Descartada ya la repetición de las elecciones generales con todas las cartas sobre la mesa, a Sánchez le quedaría la opción de someter a referéndum la Ley de Amnistía como hizo Felipe González con la permanencia en la OTAN, en el único caso equiparable de cambio de opinión tras conseguir el poder. Si se ha consultado a los militantes del PSOE, de Sumar, de Podemos, de Esquerra y de Junts, ¿por qué no al 95% restante de los españoles?

Pero Sánchez sólo es audaz cuando no tiene otro remedio y sabe muy bien que su relato es tan ficticio y sus argumentos tan inconsistentes que perdería por goleada ese referéndum.

Nada le gustaría tanto al presidente como no tener que responder nunca por este cambalache y es probable que en su hoja de ruta tenga ya marcada una posible salida de incendios con vistas a la UE. Pero precisamente las únicas urnas que no podrá dejar de poner son las de las elecciones europeas, fijadas para el 9 de junio, y está en manos del PP convertir esos comicios en un referéndum no sólo sobre la Ley de Amnistía sino sobre su investidura anómala y la propia figura de Pedro Sánchez.

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Apenas he esbozado esta propuesta, se me ha respondido desde el oficialismo que cada elección sirve para lo que sirve y el único propósito de las urnas de junio es elegir a nuestros 61 eurodiputados. Mi contrarréplica ha sido, naturalmente, que el único propósito de las municipales del 12 de abril del 31 era elegir alcaldes y concejales y Alfonso XIII salió por Cartagena dos días después. Y otro tanto puede decirse del referéndum que De Gaulle convocó en 1968 sobre la organización regional de Francia o del que David Cameron convocó en 2016 sobre el Brexit.

De hecho, ¿qué mejor precedente de esta tesis que la propia disolución de las Cámaras por Pedro Sánchez al día siguiente de que su partido sufriera una severa derrota en las elecciones del pasado 28 de mayo, convocadas con el único propósito de renovar los parlamentos autonómicos y las corporaciones locales?

En manos del PP está convertir las europeas en una segunda vuelta de las generales, presentando un programa que empiece por el compromiso de derogar la Ley de Amnistía y todos los acuerdos de los pactos de investidura que sean lesivos para el conjunto de los españoles. Si además lo hace con un cabeza de lista de prestigio y con el suficiente número de candidatos independientes como para representar la transversalidad de la oposición a Sánchez, tanto mejor.

[Videoblog del Director: Comienza la campaña del gran referéndum sobre Sánchez]

Sánchez no sólo es un gobernante legítimo, sino que invoca taimadamente el mandato de las urnas, travistiendo al partido de la Moreneta y al de las Leyes Viejas en fuerzas progresistas, para hacer lo que está haciendo. Su posición y su relato se resquebrajarían si fuera derrotado en la primera ocasión que tendremos los españoles de votar con pleno conocimiento de causa.

Y si esa derrota fuera por goleada y con alta participación, su anomalía se haría insostenible, obligándole o bien a convocar unas nuevas generales, o bien a emprender una escalada represiva para sofocar la creciente contestación popular. Ese día comenzaría, pues, la licuación acelerada del Hombre de Hielo.

También hay que decir que una victoria del PSOE en las europeas o una derrota por la mínima que le permita decir que él y sus aliados suman más eurodiputados que la oposición acrecentaría su legitimidad y nos haría reflexionar a quienes nos posicionamos frente a esta amnistía como una cuestión insoslayable. En una democracia los votos no lo son todo, pero lo que han legitimado los votos sólo lo pueden deslegitimar los votos.

Apunten esa fecha. El 9-J se decidirá la suerte de la legislatura.