Nadie puede cerrar los ojos ante el horror al que Rusia somete al pueblo ucraniano. Quedará para la historia la explosión de la presa de Nova Kajovka, en el sur del país y a menos de 100 kilómetros de la ciudad de Jersón, por la que Ucrania tendrá que abordar una crisis humanitaria, medioambiental y económica sin precedentes que, por fortuna y a corto plazo, no compromete la seguridad de la planta nuclear de Zaporiyia. 

Si bien no hay confirmación sobre la autoría rusa de la detonación, más allá de la version oficial de Ucrania, los indicios son abrumadores. De confirmarse la voladura de la presa, el mensaje de Vladímir Putin sería fácil de interpretar. El Kremlin se toma muy en serio las opciones de la resistencia de recuperar el resto de Jersón y avanzar hasta Crimea, y está dispuesto a escalar la violencia y cruzar líneas rojas (como el uso de infraestructuras críticas como armas de guerra) para impedirlo.

Quien equipare la destrucción de una presa a cualquier otro acto de guerra caerá en un error de bulto. Quizá no alcance el impacto humano y mediático de un arma nuclear táctica. Pero muchos daños tardarán lustros en restaurarse y otros tantos son irreparables.

En octubre de 2022, Volodímir Zelenski ya advirtió a la comunidad internacional sobre la instalación de explosivos en la reserva hídrica por parte de los invasores rusos. Por eso reclamó una misión extranjera de vigilancia para evitar lo que, nueve meses después, es una tragedia consumada. De modo que la posibilidad de un acto terrorista de los rusos a orillas del Dniéper, con consecuencias atroces para cientos de miles de ucranianos, se encontraba dentro de las previsiones.

Zelenski anunció que en una semana publicarán una primera evaluación de los daños. Pero lo que ya sabemos es que el muy probable ataque ruso dejará inhabitables decenas de poblaciones, complicará la distribución de agua y energía en Crimea, destruirá las tierras de cultivo y, entre otras cosas, comprometerá la seguridad nuclear de la zona (por las exigencias de refrigeración de la planta de Zaporiyia).

Rusia, como en otras ocasiones, sostiene que Ucrania es responsable de esta operación "de falsa bandera", en una declaración habitual en el manual de desinformación del Kremlin. Se trata de una afirmación inverosímil desde cualquier punto de vista. Tanto por producirse en una infraestructura controlada por los rusos como por el grave perjuicio que provoca a los ucranianos.

Ni siquiera sorprendería la falta de escrúpulos del Kremlin para atentar en lo que considera suelo ruso, tras la anexión ilegal de Jersón en 2022. Porque el propósito de Rusia es detener, a cualquier precio, la contraofensiva. Lo que incluiría crear una crisis humanitaria, medioambiental y sanitaria que coloque a Zelenski en una dicotomía. Todas las energías destinadas a paliar el desastre en la región se perderán para la recuperación de territorios. Y, ante la escalada iniciada por Moscú, obligaría a temer que otras infraestructuras críticas en manos rusas, como la central nuclear de Zaporiyia (sobre la que Zelenski ha alertado en innumerables ocasiones), corran la misma fortuna.

El mensaje del líder de la resistencia no pudo ser más rotundo y certero. "Los terroristas rusos no podrán detener a Ucrania ni con agua, ni con misiles, ni con nada", afirmó. "La capacidad de Ucrania para recuperar su territorio está intacta". De modo que la resistencia ve su plan trastocado, pero no renuncia a los plazos ni al objetivo marcados.

Si Putin buscaba un golpe de efecto en Ucrania tras poner en el escaparate las deficiencias de su Ejército, una autoridad discutida por oligarcas como Prigozhin y la vulnerabilidad de sus propias fronteras (como demuestran los ataques con drones en Moscú o las incursiones de milicias proucranianas en Bélgorod), lo ha conseguido. Y si queda algún escéptico sobre las verdaderas intenciones de Putin, que consisten en la destrucción de Ucrania como nación y el exterminio de los ucranianos como pueblo, este episodio contribuirá a sacarlo de dudas.

La Convención de Ginebra es muy clara sobre los ataques a infraestructuras críticas, como las presas o las plantas energéticas: son crímenes de guerra. Acertó la diplomacia europea al remarcarlo. La Unión debe colaborar en las labores de protección civil y asegurar que la brutalidad rusa no queda sin respuesta.

Cuando con el paso de los meses vuelvan las presiones para negociar con Putin, convendrá recordarlo. No hay acuerdo posible con Rusia mientras mantenga un régimen terrorista en el Kremlin. A Putin y su cúpula sólo les puede aguardar un destino: el banquillo de la Corte Penal Internacional. De confirmarse, la destrucción de la presa de Nova Kajovka ocuparía un lugar destacado en la largo lista de crímenes documentados por los investigadores. Y los criminales tendrán que rendir cuentas.