Cuando la cifra de muertos por el terrible terremoto del pasado lunes ya supera los 25.000 en Turquía y los 3.500 en Siria (aunque la ONU estima que alcanzarán los 50.000), todas las miradas están puestas en Recep Tayyip Erdogan.

El que ya puede ser considerado el mayor desastre del siglo ha hecho temblar también el gobierno autoritario y ultranacionalista del AKP, que afronta con fúnebres pronósticos unas elecciones el próximo 14 de mayo.

Después de haberlas adelantado, el gobierno turco ha sugerido ahora que podrían posponerse. Y es que la tardía respuesta de las autoridades a la tragedia (con una escasez de maquinaria pesada durante los críticos primeros días), así como las sospechas fundadas de incompetencia y negligencia en la previsión, podría complicar aún más la reelección de Erdogan. Y esto cuando sus índices de popularidad ya estaban en caída libre por su incapacidad para aliviar la hiperinflación que sufre el país desde hace años.

No hay que olvidar que el propio Erdogan llegó al poder en 2002 gracias, en gran medida, a la mala respuesta del gobierno anterior al terremoto que sacudió el país en 1999.

Y es que, más allá de las causas naturales, cada vez parece más claro que han concurrido también factores humanos que han agravado el desastre humanitario. Turquía, ubicada en una confluencia de placas tectónicas y atravesado por dos grandes fallas ha sufrido cincuenta terremotos en un siglo. Y después del mortífero seísmo de 1999, no se entiende que las autoridades no hayan acometido protocolos de preparación y simulacros de emergencia más exhaustivos.

Aunque el parque de viviendas se renovó con materiales sismorresistentes a raíz del terremoto de Izmit, el reforzamiento se circunscribió sobre todo a la zona de Estambul. Las regiones más rurales y pobres recibieron mucha menor inversión, lo que sugiere un abandono de los territorios que el gobierno tiene menos interés en promocionar.

Además, el hecho de que muchos de los nuevos edificios se hayan derrumbado no solo apunta a que la legislación sobre terremotos no se ha observado correctamente. Sino también a que muchos de los proyectos de construcción han sido adjudicados sin trasparencia y de manera clientelista.

No en vano, el gobierno ha detenido a más de 100 contratistas y constructores de todo el país. Y está investigando a los responsables de las edificaciones que no se ajustan a la normativa de construcción vigente desde 1999, bajo la acusación de haber abaratado los materiales de construcción y así incrementar sus beneficios.

Pero estas detenciones, que quieren transmitir la imagen de un castigo severo, tienen también la intención de permitir al gobierno desviar la atención de su propia responsabilidad sin tener que reconocer su parte de la culpa.

Una reacción sobreactuada y a la defensiva de Erdogan que también se aprecia en sus apariciones furiosas de los últimos días y en la persecución de los periodistas críticos con su gestión del desastre. Y en sus amenazas a los pocos saqueadores que rondan por las ruinas. Lo que, sin embargo, ha llevado a los equipos de rescate alemanes y austriacos a interrumpir sus operaciones, alegando un empeoramiento de las condiciones de seguridad en la provincia de Hatay. 

La indignación y el enfado se han abierto paso entre los escombros de la zona catastrófica, cuando se extiende el convencimiento de que muchas muertes podrían haberse evitado si no hubiera habido tal laxitud en las regulaciones sobre las infraestructuras. Y si se hubiera atendido a las alertas de los expertos, que avisaron de que se avecinaba una gran intensificación de la actividad sísmica. 

Todos estos elementos han propiciado un escrutinio más general del balance de las dos décadas de Erdogan en el poder. Y de su deriva dictatorial, bajo la que se ha producido una degradación de los órganos estatales independientes y una cronificación de la corrupción.

Al igual que con el también autoritario Bashar al-Assad, cuyos recelos hacia las intervenciones extranjeras están entorpeciendo la prestación de ayuda humanitaria internacional en Siria, fenómenos como el devastador terremoto de Turquía evidencian las limitaciones operativas de los regímenes autocráticos, cuya falta de transparencia ampara las mayores ineficiencias y corruptelas. Unas que a veces se pagan con decenas de miles de vidas humanas.