La incesante cascada de rebajas de penas a delincuentes sexuales, cuando ya vamos camino de las 300 condenas revisadas, ha obligado al Gobierno a rectificar la ley del sí es sí. Moncloa ha cedido así a la presión social y al clamor generalizado ante los "efectos indeseados" de una ley que Irene Montero siempre ha reivindicado como el buque insignia de su ministerio.

Sin embargo, no está claro qué fórmula se va a sacar de la manga el Ejecutivo para corregir la Ley Orgánica de garantía integral de la libertad sexual. Porque aunque ha sido el ala socialista del Gobierno la que ha forzado la corrección de la norma (aún sin fecha), tendrá que consensuarla con Unidas Podemos.

Y los morados ya han marcado sus líneas rojas. La pata radical del Ejecutivo quiere plantarse en la cuestión esencial, que ellos consideran es el consentimiento. Ayer, Isa Serra adelantó que UP no aceptará volver a la ley anterior, cuando el "consentimiento no estaba en el centro del Código Penal".

Pero, en realidad, el obstinado e insostenible enroque de UP en la defensa de su ley descansa sobre una gran falacia. Porque el consentimiento siempre ha sido el polo sobre el que ha pivotado la legalidad de las relaciones sexuales. Es decir, cuando existe consentimiento, simple y llanamente no hay delito. Ni ahora ni antes.

La cuestión del "consentimiento" no es más que una cortina de humo con la que Montero, Belarra, Rodríguez Pam y el resto de entusiastas del sí es sí intentan tapar las deficiencias de una norma que, desde su entrada en vigor hace tres meses y medio, ha permitido excarcelar a casi una veintena de agresores sexuales.

La falla originaria de esta ley es una unificación de delitos que ha acabado volviéndose en contra sus promotores. Porque es la fundición en un solo tipo penal de los delitos de agresión y abuso sexuales lo que ha llevado, en virtud del principio de retroactividad de la ley penal favorable al reo, a una atenuación de las penas con las que se sanciona el delito de agresión sexual.

El destipificado abuso sexual contemplaba un atenuante si la relación sexual no consentida se había producido sin violencia o intimidación. Tipificando todo atentado contra la libertad sexual como agresión, el Ministerio de Igualdad antepuso la efectividad retórica de emplear un término con connotaciones más graves que los efectos jurídicos perversos asociados a esta redefinición.

Unos efectos de los que el ministerio, además, fue advertido por el Consejo General del Poder Judicial. Sin embargo, las de Irene Montero optaron por hacer caso omiso de este informe, así como del de Justicia, cuyas demoledoras alegaciones técnicas sobre el anteproyecto de la ley Igualdad ocultó al Congreso de los Diputados y al Consejo de Estado.

La opaca tramitación de la ley solo ha venido a hacer más oprobiosa una chapuza legislativa que Igualdad se ha resistido hasta ahora a subsanar, escudándose en el chivo expiatorio de una minoría conservadora de jueces machistas que estarían aplicando mal la ley intencionadamente.

Ahora la cuestión está en cómo cambiar la ley. Y no para las damnificadas por la rebaja de penas, cuyo daño ya es irreparable. La única opción que le queda al Gobierno es evitar beneficiar a los delincuentes sexuales que delincan a partir de ahora, con una legislación agravatoria de los umbrales penales que evite que haya lugar a revisión de condena.

Pero esto supondría volver a la legislación anterior, que es justamente lo que Podemos rechaza. El PSOE debe desmarcarse de las fútiles disquisiciones semánticas de sus socios, y asumir que el quid de la cuestión no está en cómo se llame el delito.

Se puede conservar o no la diferencia nominal entre agresión y abuso, pero la única forma de frenar el goteo de la lectura a la baja de las penas mínimas es graduar de nuevo las penas, distinguiendo entre la gravedad de los delitos, y asignando una horquilla de pena para cada conducta.

Son ya muchos los autos y sentencias de Audiencias Provinciales y Tribunales Superiores de Justicia (y del mismo Tribunal Supremo, en quien el Gobierno depositó la responsabilidad de "unificar doctrina") que demuestran que la desprotección del bien jurídico de la libertad sexual es una realidad, y no un "bulo machista".

En definitiva, la única solución es que la agresión vuelva a ser agresión, y el abuso, abuso. Algo que será muy difícil si Podemos reincide en su soberbia y su irresponsabilidad y se niega a volver a distinguir entre ambos.