La irrupción violenta de cientos de manifestantes bolsonaristas en las sedes de los tres poderes de Brasil ha venido a cumplir los fúnebres pronósticos que muchos analistas habían aventurado en su día. La insistencia del expresidente Jair Bolsonaro en desacreditar los sistemas de votación, deslizando que podría no aceptar los resultados de las elecciones del pasado 30 de octubre, hacía presagiar una reedición brasileña del asalto al Capitolio.

Y, efectivamente, cuando se cumplen casi dos años exactos de la incursión de los exaltados trumpistas en el Congreso estadounidense, se ha producido un auténtico efecto copycat entre los seguidores de Bolsonaro de los métodos de Donald Trump. A quien, cabe recordar, la Cámara de Representantes ha recomendado juzgar por considerarle responsable de una conspiración criminal para anular el resultado de las elecciones de 2020. La tragedia se repite ahora como farsa.

Aunque el exmandatario brasileño se ha apresurado a desvincularse de la toma y el destrozo de edificios públicos de ayer, es evidente la responsabilidad de un Bolsonaro que, al igual que su "ídolo" Trump con Joe Biden, no ha reconocido expresamente a Lula da Silva como presidente electo, y que se ha trasladado deshonrosamente a EEUU. La estrategia de los dos líderes ultraderechistas ha sido prácticamente idéntica: dar pábulo a acusaciones de fraude electoral infundadas para boicotear el traspaso de poderes cuando han perdido legalmente el gobierno en las urnas.

Ambas intentonas golpistas son el testimonio de las catastróficas consecuencias que entraña alentar la división frentista en sociedades fracturadas, por parte de líderes pirómanos que alimentan el radicalismo desde la presidencia.

Porque los tics autoritarios, la concepción patrimonialista de la democracia, la intolerancia del adversario y la incapacidad de aceptar la alternancia en el poder no son comodines inanes de la retórica populista circunscritos sólo al juego político.

Por el contrario, la deslegitimación de las instituciones y la extensión de las sospechas de amaño sobre los procesos democráticos son capaces de generar entre la población hinchadas de fanáticos encolerizados que están dispuestos a todo con tal de evitar asumir su derrota.

Curiosamente, y como también prueba el insólito bloqueo al que el ala ultra del Partido Republicano ha sometido a la Cámara de Representantes, el espíritu insurreccional y extremista inoculado por estos dos imprudentes líderes a la vida política de sus países acaba sobreviviéndoles y adquiriendo vida propia. Y, como el monstruo del Frankenstein, terminan incluso escapando al control de su creador.

Ciertamente, hay una diferencia capital entre los sucesos del 6 de enero de 2021 en Washington y los de ayer en Brasilia. La invasión del Congreso, el Senado, el Palacio Presidencial y el Tribunal Supremo de Brasil no podrá ir más allá del ejercicio de una violencia simbólica. Porque las sedes se encontraban vacías, mientras que, cuando tuvo lugar el asalto al Capitolio, el Congreso se encontraba en sesión, tratando los manifestantes de presionar para que se detuviese el recuento.

Ahora bien, hay un peligro añadido en el caso brasileño. Porque los asaltantes de Brasilia, que habían permanecido acampados frente al Cuartel General del Ejército desde el día posterior a la segunda vuelta de las elecciones, han prorrumpido en el Congreso exigiendo una sublevación militar para derrocar a Lula, investido hace solo una semana. Por tanto, todo apunta a que los golpistas seguidores de Bolsonaro intentan propiciar una situación de violencia callejera. Y ello con la vista puesta en el ejército, que tiene a sus espaldas un largo historial de intervenciones armadas en la política brasileña.

No obstante, la rápida reacción del presidente Lula (en un mensaje a la nación más templado y comedido de lo que cabría haber esperado), que ha decretado la intervención por el gobierno federal del área de seguridad de Brasilia, así como la falta de apoyos de elementos militares, políticos o económicos a un cambio de gobierno por la fuerza, permiten anticipar que la tentativa de subversión democrática de los bolsonaristas será frustrada pronto. Como hace dos años en EEUU, afortunadamente, la normalidad democrática y la robustez de las instituciones prevalecerán sobre la violencia de un puñado de extremistas.