El discurso a la nación de Vladímir Putin del pasado miércoles le ha servido, al menos, para atemperar las esperanzas occidentales sobre el cambio en el signo de la guerra a favor de la victoria de Ucrania. Las medidas anunciadas por el presidente ruso echan por tierra unos pronósticos que se habían dejado influir excesivamente por el optimismo. Y devuelven a la OTAN a un escenario de guerra prolongada.

Pero la movilización de reservistas y el órdago nuclear también han tenido importantes secuelas domésticas. 

Siguiendo al anuncio de la escalada militar, se produjo un éxodo masivo del país para eludir las levas. También se multiplicaron las protestas, bajo el lema No a la guerra, que se saldaron en su primera jornada con 1.400 detenidos. Ayer, más de 740 personas fueron arrestadas arbitrariamente en 27 ciudades de todo el territorio ruso en la segunda manifestación contra la movilización parcial.

El límite de la opción de la escalada bélica puede estar en una eventual incapacidad del Kremlin para sofocar el creciente espíritu de rebeldía entre una juventud que se resiste a ser arrastrada a una campaña suicida.

Con esta apuesta al todo o nada, Putin pretende afianzar los territorios ocupados en Ucrania, mediante su "rusificación" a través de referendos manipulados y forzosos que permitan su anexión exprés.

Pero la clave en esta huida hacia delante de Moscú será la respuesta de Occidente.

Cambio de marco

En su febril enroque al verse acorralado, Putin ha optado por seguir la estela de acciones desesperadas de otros autócratas que le precedieron.

Con la movilización masiva, no sólo cae la ficción de la "operación militar especial" para terminar con el "secesionismo" de los "nazis" ucranianos. También se produce un giro en el guion de Moscú hacia un marco defensivo: la de Ucrania sería una "guerra patriótica" para salvar la unidad nacional rusa de una agresión del bloque occidental.

En este recrudecimiento de la propaganda antioccidental ha desempeñado un papel importante la presión a favor de la intensificación de los ataques de los halcones ultranacionalistas que rodean a Putin. También el empuje de China, India y Turquía para alcanzar un alto el fuego.

Por ello, si el Kremlin pretende plantear la guerra como una cuestión existencial para Rusia, es forzoso que Europa se tome en serio su papel en ese marco. Y que lleguemos a ser conscientes de que en esta guerra también nosotros tenemos que defendernos de una amenaza existencial a nuestro modo de vida y nuestra civilización.

Disuasión nuclear

Aunque ya sobrevolaba poco después de la invasión, la amenaza nuclear está hoy más cerca que nunca desde el inicio de la guerra. Probablemente, Putin no vaya de farol. Esta estrategia podría servirle para forzar negociaciones de paz con un Occidente que previsiblemente se resistiría a ahondar en una escalada bélica nuclear.

De ahí que el bloque occidental deba combinar la determinación con la cautelaQue pueda aprovechar el desgaste que probablemente erosionará el régimen oligárquico ruso, intensificando la ayuda a Ucrania. Pero con la astucia estratégica y el talante diplomático necesarios para disuadir a Moscú de recurrir al arma nuclear.

También debe tenerse en cuenta que no necesariamente un fracaso militar exterior haría caer al tirano. Frenar las ambiciones expansionistas de un Putin desatado parece dejar pocas opciones más allá del derrocamiento.

En cualquier caso, Occidente no puede contemplar otra opción que no pase por que Ucrania gane la guerra. Si el conflicto, tal y como parece, se alarga, y queremos evitar una inestabilidad crónica en Europa del este, debemos estar dispuestos a hacer sacrificios para sostener la defensa de Kiev.

Porque en la victoria de Ucrania no está en juego sólo su existencia como Estado soberano, sino también la seguridad europea y la supervivencia del orden global basado en reglas. Desde hace décadas, las democracias liberales occidentales están siendo sometidas al asedio de una ola global de autoritarismo.

Una oleada populista y antiliberal que, en muchos casos, ha sido financiada directamente por el Kremlin, con objeto de desestabilizar los gobiernos democráticos y socavar la institucionalidad liberal. Y que se ha visto respaldada por la conformación de un eje de autocracias en torno a Pekín, Teherán, Pyongyang, Caracas y otras.

No resulta muy osado decir que esta colisión de modelos sociopolíticos y culturales transparenta un auténtico choque de civilizaciones. En consecuencia, el bloque occidental no puede ceder ante la intimidación nuclear de Moscú. Y debe seguir suministrando asistencia militar, económica y de inteligencia a Kiev.

Aunque Josep Borrell ya esté apostando por una salida diplomática al conflicto, cualquier otra fórmula que no sea la férrea disuasión nuclear por la OTAN y la victoria vicaria de Europa en Ucrania será una tregua breve y frágil en el tenaz acoso de déspotas como Putin a la libertad de Occidente.