Hoy se cumple un año de la llegada al gobierno de los talibanes en Afganistán. La milicia yihadista retomó el poder veinte años después, toda vez que la salida del país del ejército estadounidense dejó el camino expedito hacia la conquista de Kabul.

El abandono de las tropas internacionales, que condenó a Afganistán a una crisis humanitaria que no ha dejado de agravarse, constituye uno de los episodios más oscuros en la historia militar norteamericana. Y dejó a su suerte y bajo el mando de la implacable dictadura de la sharía a millones de personas.

Muchas de ellas intentaron abandonar el país inmediatamente, y durante días el aeropuerto de Kabul fue escenario de angustiosas escenas que dieron muestra de cómo el terror se había apoderado de la población.

Hay que recordar que entonces, cuando los países se apresuraban a evacuar a sus delegaciones diplomáticas, la española permaneció en Afganistán hasta el final. La embajada de España, liderada por Ferrán Carrión y Paula Sánchez, tuvieron un papel clave en la facilitación de las labores de repatriación, ayudando a salir del país a miles de personas. Su labor en el aeropuerto de Kabul fue merecidamente reconocida por el Gobierno español y la comunidad internacional. 

Un año después, España ha seguido cumpliendo con la evacuación de los colaboradores y los perseguidos por la atroz tiranía talibán. El pasado miércoles aterrizó en la Base de Torrejón (Madrid) un vuelo fletado por el Ejército del Aire español que trajo a 294 excolaboradores afganos y a sus familias. Los escalofriantes testimonios que nos han brindado deben servir para reafirmar a España en su compromiso y solidaridad con Afganistán.

Retroceso y represión

El balance de los primeros 365 días con los talibanes en el poder no puede ser más desolador. El autodenominado Emirato Islámico ha implantado un régimen de integrismo religioso inflexible, capitaneado por el Ministerio para la Promoción de la Virtud y la Persecución del Vicio. La ley islámica controla con puño de hierro un país en el que las libertades fundamentales de los afganos han sido reducidas a su mínima expresión.

La censura ha erradicado la libertad de expresión y limitado la libertad de movimiento y reunión. Se suceden las ejecuciones de los opositores y los atentados contra las mezquitas de la minoría chií. Además, Kabul se ha convertido en un refugio internacional de terroristas y yihadistas.

Y a todo esto se le suma una hambruna que afecta a casi la mitad de la población, agravada por el aislamiento internacional del país y el bloqueo de la ayuda humanitaria.

Aunque toda la población afgana es víctima de la barbarie islamista y de la devastación de la actividad económica, son las mujeres las que han sufrido particularmente el yugo rigorista de los talibanes.

En un año se ha perdido todos los tímidos avances logrados en los últimos veinte. Pero es que la marginación y la reclusión doméstica de las afganas supone un retroceso de prácticamente un siglo, para un país en el que las mujeres ya podían votar e ir a la escuela en 1921.

Las niñas tienen prohibido estudiar, y muchas son víctimas de casamientos forzosos. Los parques están segregados por sexo y el régimen recuperó la obligatoriedad del burka para las mujeres el pasado marzo. Y cuando se atreven a protestar para reclamar su derecho a estudiar y trabajar, los talibanes abren fuego contra ellas sin piedad.

Las expectativas para un país empobrecido, en guerra y regido por el terror no son nada esperanzadoras. Si se quiere paliar mínimamente esta crisis humanitaria, la solidaridad internacional con el pueblo afgano y el rescate de los refugiados deben ser una prioridad.