El duelo de 2017 para ocupar la presidencia de la República Francesa se repetirá este 24 de abril. Emmanuel Macron y Marine Le Pen se disputarán en la segunda vuelta, de nuevo, los próximos cinco años de gobierno.

El recuento de las urnas de la jornada electoral de ayer arrojó una alarmante abstención (del 26%) y una distancia superior a la esperada entre ambos. El actual presidente, con el 28% de los votos, superó en cinco puntos a la candidata de extrema derecha. Salvo incidencia inesperada, será reelegido en dos semanas, muy probablemente con números cercanos a la ocasión anterior, cuando el 66% de los franceses respaldó su proyecto político.

Pero que el trecho de votos entre ambos haya sobrepasado las previsiones no puede conducir ni al sosiego ni al engaño. Francia es testigo de un cambio de orden que el tiempo dirá si se consolida también en otras naciones europeas, como España.

Si tradicionalmente la pugna en París se libraba dentro de la lógica centrista, entre socialdemócratas y conservadores, el nuevo escenario abriga una división peligrosa entre liberales y antisistema. Tanto es así que los partidos equivalentes al PP y el PSOE, representados por Valérie Pécresse y Anne Hidalgo, respectivamente, ni siquiera reúnen el 7% de los votos.

La polarización y el auge de los populismos, imparables en todo el mundo, no hacen excepciones con Francia. No lo demuestra sólo la buena salud del linaje de Le Pen. También lo hace el inquietante porcentaje de votantes seducidos por la extrema derecha, repartida en tres candidaturas distintas: sumaron una tercera parte de las papeletas. O que la extrema izquierda de Jean-Luc Mélenchon haya quedado en tercer lugar, con el 20%, muy por encima de un Partido Socialista condenado a la extinción o la irrelevancia.

Resulta preocupante que más de la mitad de los franceses se deje seducir por proyectos aislacionistas, reaccionarios y populistas. El triunfo de esta deriva supondría cambiar por completo el rumbo de la república y, por extensión, de la Unión Europea (UE). A fin de cuentas, si la presencia en la Unión Europea de la Hungría de Viktor Orbán, caballo de Troya del Kremlin, ya supone una amenaza interna, ¿qué ocurriría si la segunda economía del euro se lanzara a explorar el mismo abismo?

Mucho en juego

Es más: si las fuerzas radicales promovieran con éxito en Francia, fundadora de la unión, la vía ya explorada por Reino Unido, ¿qué futuro cabría esperar del sueño europeo? ¿No sería ese su fin, al menos tal y como lo conocemos?

Los planteamientos de Macron y Le Pen no pueden ser más antagónicos. El actual presidente es un firme defensor de la UE, la cooperación estrecha con el resto de los socios de Occidente y los valores liberales que abanderan el periodo de paz y prosperidad más largo de la historia del continente.

Nadie olvida, en cambio, la voluntad de Le Pen de excluir a Francia de los Veintisiete y de la OTAN, su perturbador desprecio por los inmigrantes y los musulmanes, y su sospechosa y aireada admiración por Vladímir Putin. De poco sirve que, tras el inicio de la agresión rusa a Ucrania, su equipo de campaña haya pasado el paño a toda prisa para borrar las huellas del autócrata en su carrera: su servidumbre a Moscú está sobradamente documentada.

Porque conocen el enorme peligro que supondría el triunfo de la líder nacionalista, los centristas derrotados este domingo ya están movilizando a su electorado en favor del actual presidente. Saben lo que hay en juego. Guste más o guste menos, Macron es el salvavidas de esta Francia radicalizada.