Cada vez que un tema polémico ve la luz pública, hay unos instantes, ciertamente breves, de incertidumbre. En ellos, casi se puede oír pensar a la comunidad creadora de opinión. Como en los dibujos animados, se ven los cálculos matemáticos que en ese momento cruzan por su cabeza. Es una pista de tenis repleta de público conteniendo la respiración ante el destino de una bola decisiva. Hasta que, al fin, un/a prescriptor/a se atreve a formular ese argumento que encaja el tema en el molde. Entonces se escucha el respiro de alivio de la multitud al unísono.

Luis Medina y Naty Abascal, en una imagen de archivo.

Luis Medina y Naty Abascal, en una imagen de archivo. Gtres

Está empezando a pasar hasta con esos raros asuntos que tienden a concitar una opinión casi unánime. Por ejemplo: el rechazo a la conducta de Luis Medina Abascal y Alberto Luceño. Dos tipos capaces de ver encendida la bombilla del dinero en medio de la conmoción de la primera ola de la pandemia. Hincharon sus capacidades para mediar en el mercado del material sanitario. Hincharon los precios con comisiones de hasta el 81%. Hincharon distintos órganos del personal que se enteró dos años después de sus andanzas. El material de saldo. Los bienes en los que transformaron las comisiones desorbitadas retrotraen a los pelotazos más obscenos que jalonan el presente periodo democrático.

A partir de ahí pueden suscitarse varias cuestiones. Incluso hacerse reproches sobre contratación pública, aún en tiempos de emergencia pandémica. Pero ¿para qué? El aula gigantesca de 4º de la ESO en la que se ha convertido el debate público español se ha alborotado como cuando el profesor se ausenta y pone al alumno menos respetado del grupo a hacer las veces de vigilante. La crítica legítima a dos sujetos concretos por unas acciones igualmente concretas se ha visto sustituida por una enmienda a la totalidad al conjunto de una clase social. Íñigo Errejón, líder de Más País, hizo una papilla en la que se mezclaban apellidos “de alcurnia”, colegios privados, clubes de campo y un boceto de hallazgo: la “lumpenoligarquía”. El disgusto que producen las menciones que la otra orilla del espectro político suele realizar a los entornos sociales o a determinadas circunstancias dramáticas para culpabilizar a grupos enteros por acciones individuales no puede tornarse en mueca condescendiente cuando los guardianes de la moral se abonan a la misma desfachatez intelectual.

“Quién sabe, quizá mientras con una mano se llevaban millones de euros en lo peor de la pandemia, con la otra golpeaban la cacerola en Núñez de Balboa”. Con este comentario de opinión abrió Ángels Barceló la edición de Hoy por hoy (Cadena SER) del 7 de abril. El mal vota lo contrario que tú. Cuánta rotundidad quita un “quizá” a una opinión. ¿De verdad es ese el aspecto más subrayable para tu audiencia del tema que estás situando como el más importante de la jornada?

Son sólo dos ejemplos. Para qué se va a elaborar un discurso con un afán mínimo de profundidad pudiendo abonarse al prejuicio. Aquí cabe todo: barrios, relaciones de parentesco, trayectoria académica… ¡hasta la manera de peinarse! ¿Alguien puede imaginar una retahíla de “argumentos” (o así) en otras situaciones en las que determinados miembros de una colectividad, unida por el vínculo que sea, han protagonizado episodios reprobables?

Hasta Burger King se sube al carro de los “cayetanos” para anunciar hamburguesas. Determinado segmento de la creación de opinión ha conseguido que el código postal sea motivo de sospecha, que un guión separando un apellido mueva al resentimiento, que la envidia del desahogo económico ajeno dé por hecho el desahogo moral en el otro. Tras la Revolución Francesa, el odio de clase no ha conseguido ser germen de ningún modelo social en el que merezca demasiado la pena vivir.

Semana Santa tardía. Último trimestre breve. A ver si este año pasamos ya de 4º de la ESO.