Nadie podrá decir que no se alertó sobre los riesgos de no ayudar a África en la lucha contra la Covid. Por motivos éticos y por motivos sanitarios. El resultado más inmediato es la aparición de una nueva cepa, detectada en Sudáfrica y bautizada ómicron, de la que sabemos muy poco y que alimenta el temor de su expansión por Europa, donde la celebración de unas Navidades sin restricciones está en el alambre.

Tras conocerse que la variante ya ha infectado a ciudadanos europeos, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, anticipó que se están tomando la amenaza “muy en serio”, que es una cepa “de preocupación” y que hasta mediados de diciembre no habrá una fotografía completa de su habilidad para sortear las defensas generadas con las vacunas disponibles y su capacidad para provocar cuadros graves de Covid.

Hasta entonces, y a la espera de las conclusiones que se extraigan de la reunión del G7 de hoy, la presidenta de la Comisión abogó por agilizar entre los Veintisiete los procesos de vacunación. Todavía hay países como Alemania o Francia que no han alcanzado los mínimos exigidos para hablar de inmunidad de grupo (70% de la población), y Austria ya implantó el confinamiento generalizado ante las bajas tasas de vacunación y el alto número de contagios.

Por otra parte, la alarma por ómicron llevó a la Unión Europea a tomar una decisión de emergencia y aprobar el apartheid sanitario tanto al país que localizó la cepa, Sudáfrica, como a otras seis naciones vecinas: Botsuana, Esuatini, Lesoto, Mozambique, Namibia y Zimbabue. Y de esta manera consumó su doble castigo a África.

Mutaciones

El primer castigo fue el abandono a su suerte del continente y la concentración de los esfuerzos, por parte de Washington y Bruselas, en vacunar a su propia población. Pero la estrategia debió virar hacia el sur tan pronto como dispuso de un excedente considerable de dosis y amplios porcentajes de ciudadanos inmunizados.

Es cierto que el problema en África va más allá de las posibilidades para adquirir vacunas. Tiene que ver con sus limitadas posibilidades logísticas, sus mejorables infraestructuras y la escasez de personal médico. Pero la certeza de que el virus mutaría con facilidad en los lugares donde no se le pone barreras debió ser incentivo suficiente para las potencias occidentales.

El segundo castigo reside en la estigmatización inevitable de Sudáfrica, cuya única responsabilidad ha sido detectar con eficacia y notificar al resto el descubrimiento de una nueva variante. La dura respuesta internacional tiene el riesgo aparejado de disuadir a otros Gobiernos de hacer comunicaciones similares, como ya hizo China, con consecuencias sobradamente conocidas.

Lecciones

La epidemia, en fin, no deja de dar lecciones que los Estados harían bien en tener en cuenta. Una, la necesidad de mecanismos de gobernanza mundial en tiempos de excepción. Convendría preguntarse cuál es el valor real de la Organización Mundial de la Salud en un estado de pandemia, y si debería tener un papel más decisivo para que sus recomendaciones y resoluciones vayan del papel a los hechos.

Otra, que no hay fin de la pandemia si la vacuna no llega a todos los rincones del planeta. Quienes la daban por finalizada se han dado de bruces con la realidad.