Diane Keaton.
Diane Keaton: las chicas que molan no son las guapas, sino las mejores conversadoras
Diane Keaton era una de esas chicas a las que tratas como a tu mejor amiga hasta que te das cuenta de que llevas sesenta años enamorado de ella y un día se muere, o te mueres tú, y ya no hay posibilidad de decirse lo indecible.
Yo creo que Diane Keaton era algo mucho mejor que guapa: era una conversadora.
Ya sabes, era una de esas personas con las que te apetece hablar a todas horas.
Llevo dos días pensando en ella y en sus dones, y ahora entiendo que todos sus talentos múltiples, burbujeantes, iban a parar a ese centro, a ese loco rompeolas: era un animal de la conversación.
A ella no se la entendía callada. Esto es una conquista suya y una conquista del feminismo. Ella valía más hablando que en silencio: ahí se le leía bien el nervio, el encanto exuberante, la incorrección adorable... ahí sabías que podía hacértelo pasar muy bien o muy mal y te rendías a su vendaval y decías "pues que sea lo que dios quiera".
Pero la Keaton no era una foto fija. No era una maniquí, no era una burda modelo. No tenía un lado bueno.
Era una mujer hecha para la conversación.
Esto que digo no es tan frecuente. Esto es un milagro raro.
No hay tantas personas en el mundo que nos inviten con su existencia a la cosa fulgurante y viva de la conversación, a la conversación de altura, rápida, caótica, ágil, fresquísima, con destellos de comedia y de drama pero siempre con tensión y ternura.
La torpeza era esencial en su gracia. Ella se trastabillaba porque tenía muchas ideas y muy poco tiempo para volcarlas, en fin: sólo una vida.
Uno no se imagina paseando por Chamberí o por Manhattan con tanta gente como con ella.
Uno siempre se sueña, en el fondo, debatiendo con Diane Keaton por la calle, una mujer inacabable que daba ganas de hablar y de caminar, de caminar hablando para echarse uno mismo a rodar cuesta abajo, para desenmarañarse uno sobre los adoquines y en la puerta de los cines o del teatro o en las cafeterías de viejos, mezclando un trauma freudiano con un chiste infantil o un secreto sucísimo que ella abraza.
Y se hace de noche en el muelle y ya hace un poco de viento y ella se aprieta el sombrero de las grandes películas y sonríe usando la boca entera y los coches se detienen en seco, amontonándose.
Uno da gracias entonces, casi siempre en silencio, por tener una interlocutora tan espléndida, tan inteligente y neurótica y verborreica y sentimental, alguien desordenado pero que desde luego lo juega todo a la carta del talento, y se pregunta uno a sí mismo que hará sin Diane Keaton o sin los que son como ella, sin los que nos ayudan a revelarnos escuchando y hablando, sin los que nos enseñaron que todos los problemas modernos, al final, son problemas de sintaxis.
Diane Keaton.
La incomunicación es el tema, dijo Bergman. Quizás el único tema.
Todo va sobre la incomunicación menos Diane Keaton, que va sobre el amor que se hace hablando.
Se enamoró de hombres con los que habló mucho. Como Woody Allen o Al Pacino. Con el primero tuvo una relación de tres años (intermitente). Con el segundo, de veinte (intermitente). Y después charlaron toda la vida.
Al fin y al cabo, acostarse con la gente no es tan importante como hablar con la gente.
También sabemos que a los doce minutos de metraje de Annie Hall, Keaton ya no tiene ganas de tener sexo con Allen, o sea, que siempre fue una mujer listísima, hasta en la ficción inspirada en ella misma.
Diane Keaton era una de esas chicas a las que tratas como a tu mejor amiga hasta que te das cuenta de que llevas sesenta años enamorado de ella y un día se muere, o te mueres tú, y ya no hay posibilidad de decirse lo indecible.
Que se lo digan a Al Pacino cuando, después de mamonear con ella durante décadas, le confesó, micro en mano, en su homenaje: "Te amo. Para siempre". Y le brillaron los ojos al muchacho más guapo y más malo de todos.
Tú, antes de eso, también lo hubieras dado todo por ella, hubieras disfrutado de cada minucia suya: te hubieses levantado a las cinco de la mañana de la cama para ir a salvarla de una araña que se coló en su baño o hubieses perdido el culo por jugar con ella al tenis con esos cuellos subidos que se ponía.
Yo creo que era un espectáculo sólo verla vivir.
Diane hizo cosas importantes, cosas difíciles para las mujeres de su tiempo: vivir como un hombre.
Vestir como un hombre.
Cobrar como un hombre.
Hizo bromas de hombre sobre su alergia al matrimonio. Dijo que era defectuosa, que era rara, que no sabía nada y que no había aprendido nada. No dijo lo esencial porque no hacía falta: que ella existió y amó fuera del canon, fuera de las instituciones clásicas del afecto y de la familia.
No se pinchó bótox ni se embutió en vestidos incomodísimos ni vivió para la mirada de los otros. Quiso experimentar todas las edades. Otras fueron hermosas y estériles como flores de plástico. Ella fue atractiva e interesante en el barro y en la vida.
Movió mucho las manos mientras hablaba, como pidiendo perdón siempre por lo que acababa de decir, y nosotros la perdonamos sin descanso: nadie ha molado nunca tanto como Diane Keaton y su forma de hacer elegantemente lo que le dio la real gana.