Una imagen de 'A 2.000 metros de Andriivka'.
'A 2.000 metros de Andriivka' es la película del año
Chernov no es pacifista. No es Oliver Stone ni Roland Dorgelès. Muestra la fraternidad en combate. Filma a hombres a los que la prueba engrandece y que se elevan por encima de sí mismos.
La primera vez que vi a Mstyslav Chernov fue en la carretera de Mykolaïv: él terminaba el rodaje de 20 días en Mariúpol y yo estaba en Por qué Ucrania.
Nos cruzamos en Kiev, en vísperas del viaje de Zelenski a Washington. Yo había venido a entrevistarlo y él, Chernov, se disponía a acompañarlo.
Después en Cannes, donde fueron nuestras dos películas las que, junto con la de Ariane Chemin, conformaron la preapertura del festival.
Quizá nos entrevimos cuando yo cubría la batalla de Chasiv Yar y él, diez kilómetros más lejos, la batalla documentada en la nueva película, A 2.000 metros de Andriivka, que se estrena en estos días.
No es la primera vez que me encuentro con un artista modesto, que se difumina detrás de su obra y trata de hacerse pequeño ante ella.
Pero he aquí el punto. Nada de lo que sabía de él me había preparado para este impacto: su película es una obra maestra.
Conozco dos formas de filmar la guerra.
En la extensión, a lo largo del tiempo y de los frentes, en modo cuaderno de ruta y, por tanto, "en extensión".
O a corta distancia, en un tiempo y espacio únicos, centrándose en una batalla y, por así decir, "en intensivo".
Este segundo régimen supone una inmersión total. Una habitación sin retroceso ni reserva del campo de batalla. Apuesta por que una concentración de rostros a los que se aferra la cámara puede decir más que una road movie sobre la "visión de conjunto" que buscaba Fabrice en Waterloo.
Esta es la apuesta de Chernov.
Esta es la empresa de esta película de 1h 51m que, en el verano de 2023, siguió a la 3ª brigada de asalto en el lento ascenso de los 2.000 metros de estrecho bosque que la separaban de las tropas rusas atrincheradas en el pueblo de Andriivka.
Y no he visto nada igual, en el género, desde hace mucho tiempo.
Estás en la trinchera con los soldados.
Con ellos cuando se entierran para no morir o cuando el tanque se avería y llega el dron que va a pulverizarlo. Con ellos cuando graniza obuses sobre el bosque ya cortado por la metralla.
Con ellos cuando, con el rostro torcido por el miedo, le gritan al enemigo que debe rendirse para no morir.
Estás con los heridos perdidos que piden ayuda y con los agonizantes que suplican: "Dejadme, salvaos".
Con el oficial que encuentra un gato y lo encierra en su morral antes de la carga.
Con el otro oficial que, sin saber que va a morir dos escenas después, aprovecha una tregua y un respiro de aire libre para contar su historia, soñar con una vida de hombre normal y una ducha.
Y estás con el soldado que, la mirada fija y en blanco, sin ver ya las moscas moribundas que giran a su alrededor y sin sobresaltarse cuando cae un nuevo obús, está perdiendo la razón.
Pienso en La sección 317ª, de Pierre Schœndœrffer.
En La línea roja, de Terrence Malick, cuya acción se resume en la toma de una colina en Guadalcanal y de la cual Chernov recupera, en su voz en off, el tono lírico, meditativo.
En Hamburger Hill, de John Irvin, que relataba, en Vietnam, el interminable asalto de una colina apodada 'picadora de carne'.
En Senderos de gloria, de Stanley Kubrick, a causa de la virtuosidad de las cámaras fijadas en los cascos de los soldados o llevadas al hombro por el propio Chernov y su equipo.
Y cuando, finalmente, dos supervivientes de la brigada entran en un Andriivka devastado y plantan sobre una ruina una bandera ucraniana cuyo mástil han improvisado, no se puede sino tener un pensamiento para la última escena de Memorias de nuestros padres, de Clint Eastwood, donde marines agotados izan la bandera americana en la isla japonesa de Iwo Jima.
Cartel de 'A 2.000 metros de Andriivka'.
¿Todo eso para eso?
¿Estos asaltos, este sufrimiento, estas noches sin dormir sobre un lecho de maleza o barro, estas jornadas pasadas en un cráter de obús para escapar de los drones, estas vidas robadas o rotas, estos amigos muertos y su olor de bestia mojada cuando se vacían de su sangre, este infierno en la tierra, todo eso, sí, para liberar un montón de piedras y polvo?
Eso pregunta la película. Está la idea de una guerra sucia, fea y para nada. Peor: hay un momento del comentario donde surge la visión pesadilla de una guerra sin fin y que durará el tiempo de nuestras vidas.
Pero Chernov no es pacifista. No es Oliver Stone ni Roland Dorgelès. Muestra la fraternidad en combate. Filma a hombres a los que la prueba engrandece y que se elevan por encima de sí mismos.
Y su documental dice también que esta guerra abyecta que ningún ucraniano ha querido es, sin embargo, una guerra justa, y que Ucrania, desde el momento en que le ha caído encima, debe hacerla sin amarla y hacer todo para ganarla.
Aviso a los muniqueses de ambas orillas del lago Atlántico.
Lección de tinieblas y coraje dirigida a los cobardes que, al cabo de tres años y medio, mientras los drones llueven sobre Polonia y vuelan en el cielo de Rumania, aún no han comprendido que esta guerra es la suya.
Hay que ver, absolutamente, la película de Chernov.