Insultos

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Columnas EL PANDEMONIUM

El que más chifle, capador: 24 motivos por los que los insultos funcionan (muy bien) en política

Mientras sigamos recompensando neurológicamente a quienes nos venden adrenalina política barata, seguiremos obteniendo exactamente la democracia que nuestros instintos primitivos merecen.

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1. Porque tu cerebro es el de un bebé de doce meses

Cuando los científicos pusieron a bebés de un año frente a juguetes buenos y malos (los buenos eran marcados por sus madres con una sonrisa y los malos con una mueca de desagrado), descubrieron que los niños prestaban cinco veces más atención a los juguetes señalados como peligrosos.

Los buenos, en cambio, les eran indiferentes.

El porqué es obvio: es mejor pecar de prudente sobrestimando el peligro de una serpiente de llamativos colores que infravalorando ese riesgo. El prudente sobrevive para ver un nuevo amanecer y transmitir sus genes a la descendencia que tendrá con la futura viuda del imprudente.

Santiago Abascal pidiendo "hundir el barco de negreros" de Open Arms explota exactamente este mismo mecanismo. Nuestro cerebro primitivo sigue funcionando como el de un bebé que necesita recordar qué cosas evitar para sobrevivir.

La diferencia es que ahora el juguete malo son los inmigrantes ilegales. Y eso es independiente del hecho de que esos inmigrantes ilegales sean verdaderamente peligrosos o no: siempre será mejor sobrestimar su riesgo potencial que infravalorar sus presuntas virtudes.

2. Tu cerebro no está programado para asimilar las sutilezas de la democracia

Nuestro cerebro evolucionó para detectar escorpiones y leopardos, no para admirar a políticos serios, previsibles y formales como una remolacha hervida.

Cuando Óscar Puente se mofa de los incendios en Castilla y León con sarcasmo, activa directamente este circuito primitivo. También lo hizo cuando, en junio de este mismo año, llamó "macarra con ínfulas" a Santiago Abascal. El líder de Vox, a su vez, acababa de llamar "corrupto y traidor" a Pedro Sánchez en el Congreso de los Diputados. 

La amígdala cerebral no distingue entre una amenaza real y un político enemigo. Simplemente grita "¡peligro!" y secuestra nuestra capacidad de análisis racional. Por eso recordamos más las burlas de Puente que cualquiera de sus políticas de infraestructuras. Y él lo sabe. Y por eso insulta.

3. Los algoritmos de las redes sociales son los camellos de nuestra droga preferida: el encabronamiento

Facebook descubrió que los mensajes con palabras como "odio" o "asco" reciben un 67% más de interacciones. Es decir, de atención. Y los algoritmos no fueron diseñados para informar, sino para vender publicidad manteniendo tu atención.

Como cualquier camello digital, las redes sociales te dan lo que tu cerebro primitivo desea: conflicto, miedo, indignación.

Toni Albà celebrando la muerte de Lambán no es sólo una gañanada viral. Es química neurológica pura convertida en clics (y euros: el tío lleva toda su vida viviendo de TV3, es decir, del resto de los españoles, por el infalible método de insultarlos, que es algo que suele aflojar a la velocidad del rayo la cartera de los políticos madrileños).

4. Lo malo es más fuerte que lo bueno: esta regla no admite excepciones

El psicólogo Roy Baumeister demostró que necesitas cinco experiencias positivas para contrarrestar una negativa. En política esto significa que Bendodo llamando "pirómana" a la directora de Protección Civil tendrá más impacto mediático que cinco ruedas de prensa técnicas sobre gestión forestal.

Los insultos no sólo venden más periódicos. Literalmente, pesan más en nuestra balanza emocional. La negatividad tiene masa gravitacional propia.

El buenismo, sin embargo, es sólo agua: inodoro, incoloro e insípido.

5. Posología: una sola dosis basta

Los animales desarrollan aversión permanente a un sabor con una sola mala experiencia. Los humanos hacemos lo mismo con los políticos: un solo insulto que se viralice puede destruir una carrera política para siempre.

Donald Trump lo entendió perfectamente al llamar Crooked Hillary a Hillary Clinton (Hillary la corrupta) o Sleepy Joe a Joe Biden (Joe el somnoliento).

También lo entendió muy bien (demasiado bien, de hecho) María Jesús Montero en enero de 2024, durante la convención del PSOE en La Coruña, cuando se mofó del aspecto físico de varios líderes del PP. Montero se refirió a Miguel Tellado como “este hombre que habéis mandado para Madrid, el de las gafas, el que tiene menos pelo”.

Montero describió además a los líderes históricos del partido como “el de la barba y el puro” (Rajoy), “el de la sonrisa eterna que no decía nada” (Casado) y “el marinero” (Feijóo).

En uno de sus casos más controvertidos, Montero calificó de “vergüenza” la absolución de Dani Alves y cuestionó frontalmente un principio fundamental del Estado de derecho, el de la presunción de inocencia, cuando dijo “qué vergüenza que todavía se cuestione el testimonio de una víctima y se diga que la presunción de inocencia está por delante del testimonio de mujeres jóvenes, valientes, que deciden denunciar a los poderosos”.

Estas declaraciones fueron duramente criticadas por todas las asociaciones de jueces y fiscales, que recordaron que “la presunción de inocencia es un derecho fundamental”. Incluso Carmen Calvo, expresidenta socialista, la criticó públicamente: “No se puede insultar desde un cargo público”.

Montero, de hecho, resume en su persona los cinco principales rasgos del populismo "insultador" en el que ha caído la política contemporánea: descalificaciones sistemáticas de la oposición como “ilegítima” o “antidemocrática”; ataques personales basados en apariencia física o características personales; inversión de la carga de la prueba: cuando es criticada, contraataca con acusaciones similares; cuestionamiento de principios jurídicos fundamentales cuando no le convienen políticamente; y el uso de un lenguaje confrontacional que busca la descalificación total del rival.

Una etiqueta pegajosa vale más que mil programas electorales porque se graba directamente en el disco duro emocional, no en la memoria racional.

6. La paradoja del político educado

Los políticos moderados en las formas, como Alberto Núñez Feijóo, son víctimas de la "maldición del conocimiento": entienden la complejidad de los problemas y hablan con matices.

Pero nuestro cerebro de cazador-recolector necesita enemigos claros, no análisis sofisticados.

Un político que dice "es complicado" siempre llevará las de perder contra uno que grite "son todos unos corruptos" o que le tire a Feijóo a la cara su foto con el narcotraficante Marcial Dorado. La moderación es evolutivamente invisible. La agresión es mucho más relevante desde el punto de la supervivencia.

7. Sesgo de confirmación al cuadrado

Buscamos información que confirme nuestras creencias, pero los insultos van más lejos: nos proporcionan validación emocional instantánea. Cuando Isabel Díaz Ayuso llama "mafioso" a Pedro Sánchez, sea o no sea cierto, no está informando, sino consolando a quienes ya lo detestan.

Y tú, aunque finjas lo contrario, no estás interesado en los datos sobre la corrupción. Sólo necesitas que alguien verbalice tu ira tribal.

Lo que el ciudadano quiere, en fin, es terapia política a través de la descalificación del enemigo. Y los políticos se la dan.

8. La economía de la atención política

En un mundo saturado de información, la atención es el producto más valorado por las empresas y los partidos. Y los políticos han descubierto que es más barato generar atención insultando que proponiendo políticas innovadoras.

Óscar López es el mejor ejemplo posible de este punto de la lista. A falta de mayores méritos como ministro, y tras una carrera política jalonada de fracasos electorales y una irrelevancia ignífuga contra cualquier chispa de talento, López ha hecho del insulto a Madrid, a los madrileños y a Ayuso su único programa electoral.

En enero de 2024, López llamó "racista" a Ayuso por criticar el reparto de menas realizado por el Gobierno y que exoneraba a Cataluña y el País Vasco. Sólo un mes antes la había culpado, de forma un tanto sicalíptica, de la violencia en Torre Pacheco (Murcia). López también se inventó por esos días el bulo de que Juan Vicente Bonilla, funcionario de la Comunidad de Madrid, "fantasea con la muerte del presidente del Gobierno”.

Y todo eso, en un solo verano.

Desarrollar un plan económico cuesta meses de trabajo. Llamar "nazi" a tu rival cuesta un tuit. La provocación es el atajo más eficiente hacia la relevancia mediática en la era de los cinco segundos de atención.

El ministro para la Transformación Digital y de la Función Pública, Óscar López.

El ministro para la Transformación Digital y de la Función Pública, Óscar López.

9. Somos tribales, nos guste o no

Las redes sociales han recreado digitalmente las condiciones de las tribus primitivas: territorios definidos, enemigos claros, lealtades absolutas.

Pedro Sánchez llamando “ultraderechista” a Abascal no es periodismo ni política, es guerra tribal donde cada bando aplaude los golpes al enemigo. Hemos digitalizado la política de cazadores-recolectores con la sofisticación tecnológica del siglo XXI, pero la mentalidad emocional del paleolítico.

10. La neurosis del ‘me gusta’

Los ‘me gusta’ han convertido la política en una adicción neurológica colectiva. Cada insulto viral libera dopamina tanto en quien lo dice como en quien lo comparte. Los políticos descubrieron que generar indignación es más adictivo (y rentable electoralmente) que generar reflexión.

Somos yonquis democráticos enganchados al subidón químico de la confrontación digital.

11. A quien ha nacido para martillo, todas las cabezas le parecen clavos

Durante millones de años, quienes mejor detectaban los peligros tenían más probabilidades de sobrevivir y reproducirse, y de legar a sus descendientes el gen de la detección intuitiva de peligros.

Ahora, los políticos explotan este instinto convirtiendo a sus rivales en amenazas existenciales.

No es casualidad que los discursos políticos actuales estén llenos de metáforas bélicas: "lucha", "batalla", "enemigos". Las elecciones generales se han convertido en guerras de supervivencia tribal donde no votar al "bueno" implica la extinción del grupo.

“Puede que hayamos destrozado España, pero al menos no gobierna la ultraderecha” es, de hecho, el único programa político de quienes ocupan hoy el poder.

12. Tienes 120 milisegundos para decidirte

Tu cerebro decide si algo es amenazante en menos de 120 milisegundos, mucho antes de que la razón entre en acción. Los políticos exitosos han aprendido a hablar directamente a esos primeros milisegundos con palabras-gatillo que disparan respuestas emocionales instantáneas. "Invasión", "traición", "corrupción" no son descripciones: son munición neurológica diseñada para secuestrar el sistema racional antes de que pueda defenderse.

13. El síndrome del falso peligro

Nuestro sistema de alarma evolucionó en la sabana africana, donde los falsos negativos (no ver un leopardo real) te mataban, pero los falsos positivos (ver un leopardo imaginario) sólo te hacían correr.

Por eso estamos programados para sobrestimar las amenazas.

Los políticos que venden miedo explotan este sesgo evolutivo. Mejor crear pánico innecesario que arriesgarse a que el electorado no perciba el presunto "peligro" del rival.

14. El desprecio mola

Insultar activa los mismos circuitos de recompensa que las drogas. Sentir superioridad moral sobre el partido rival (el equivalente de la autoayuda en el terreno de la política) libera neurotransmisores placenteros.

Por eso los programas televisivos de tertulia política funcionan como casinos emocionales: cada descalificación es una pequeña dosis de placer químico. Los espectadores no buscan información, buscan la droga legal del desprecio justificado hacia el "otro bando".

15. El efecto Dunning-Kruger democrático

A menor conocimiento político, mayor confianza en las opiniones propias. Los votantes más seguros de sus posiciones suelen ser los menos informados.

Los políticos que insultan explotan esta paradoja: hablan con la certeza absoluta que tranquiliza a quienes no quieren complejidad. "Son todos iguales" o "hay que echarlos a todos" son frases que te liberan del peso de entender realmente la política.

Los ejemplos abundan. Irene Montero acusando al PP en noviembre de 2022 de "promover la cultura de la violación" por "poner en duda el testimonio de las víctimas".

O Ione Belarra en mayo de 2024 llamando “mentirosos” a Ana Rosa Quintana, Pablo Motos y Susana Griso, y “corrupto” y “conspirador” a Antonio García Ferreras.

Luego, en septiembre de ese mismo año, Belarra llamó "corrupto y prevaricador" al juez García Castellón. Su mensaje tuvo más de 600.000 visualizaciones.

Curiosamente, Belarra no permite esa misma licenciosidad a la prensa, a la que ha pedido controlar, censurar y "atar en corto" en más de una ocasión. Aquí las únicas que pueden insultar son ella y su amiga Irene Montero.

Por debajo de ese nivel sólo está el gruñido primigenio.

Irene Montero, exministra de Igualdad, Ione Belarra, exministra de Derechos Sociales, y el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez.

Irene Montero, exministra de Igualdad, Ione Belarra, exministra de Derechos Sociales, y el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. E.P.

16. La inversión del coste-beneficio electoral

Tradicionalmente, insultar tenía costes reputacionales. Ahora, en la era de la polarización, los insultos generan más beneficios que costes. Las provocaciones cimentan tu base electoral mientras enfurecen al rival, generando cobertura mediática gratuita. Y los periodistas picamos una y otra vez.

Trump ha convertido esto en un arte: cada controversia le da más relevancia mediática que cualquier propuesta política que pueda hacer. El escándalo se ha vuelto más rentable que la competencia.

O lo que es lo mismo, "el que más chifle, capador", un dicho popular nacido en el ámbito rural español y que hace referencia a los antiguos oficios de afilador y de capador (de cerdos, principalmente). Afiladores y capadores que anunciaban su llegada a los pueblos haciendo sonar un silbato (el chifle).

Y de ahí el dicho, que recuerda que el que más silba o "chifla" más clientes atrae y, por tanto, más dinero consigue.

Hoy, el dicho podría actualizarse como "el que más insulte, ministro".

17. El secuestro emocional de la razón

La amígdala puede "secuestrar" literalmente la corteza prefrontal de nuestro cerebro, anulando temporalmente el pensamiento racional. Los políticos provocadores buscan exactamente esto, que dejes de pensar y reacciones emocionalmente.

Una vez secuestrada tu razón, eres más susceptible a mensajes simplistas.

El insulto no es por tanto el mensaje. Es la llave que desactiva tu sistema crítico para que aceptes el mensaje posterior sin filtros.

18. La paradoja de la información infinita

Nuestro casi infinito acceso a la información no nos ha hecho más racionales, sino más tribales. No nos ha hecho más plurales, sino más iguales. Nos ha uniformizado y convertido en borregos indistinguibles.

Y cuando puedes encontrar "datos" que confirmen cualquier opinión, por absurda que sea, la información pierde valor y las emociones lo ganan.

Los políticos inteligentes dejaron de competir en el terreno de los hechos (donde cualquiera puede encontrar contraejemplos) y se mudaron al terreno emocional, donde reina la subjetividad tribal.

19. El algoritmo es tu cómplice involuntario

Las redes sociales no fueron diseñadas para polarizar, pero sus algoritmos de maximización del ‘enganche’ inevitablemente acaban premiando el contenido polarizador y confrontacional. Es decir, el encabronamiento. Es como si hubiéramos diseñado autopistas para ir más rápido y accidentalmente hubiéramos incentivado los accidentes de tráfico.

Los políticos no manipulan algoritmos malignos. Simplemente se adaptan a un sistema que, por diseño, premia la confrontación sobre la colaboración. Lo que los políticos no han entendido todavía es que el eje que divide a la sociedad no es izquierda-derecha, o progresismo-conservadurismo, sino conductas que se incentivan y conductas que se desincentivan.

20. El gen egoísta electoral

Richard Dawkins dijo que los genes exitosos son aquellos que se replican mejor, no necesariamente los "buenos".

En política pasa igual. Las estrategias discursivas que mejor se replican (insultos, provocaciones, polarización) no son las mejores para la democracia, pero sí las más "exitosas" evolutivamente.

Los políticos educados se extinguen no porque sean peores, sino porque están menos adaptados al nuevo ecosistema mediático.

Sánchez y Ayuso son, uno desde el fracaso como presidente y la otra desde el éxito político, ejemplos de políticos adaptados a su entorno y su tiempo. El resto bracean para mantenerse a flote.

21. La nostalgia del enemigo claro

Durante la Guerra Fría, cada bando tenía un enemigo existencial evidente. Con el fin de las ideologías totalitarias, los políticos deben manufacturar enemigos artificiales para satisfacer nuestra necesidad tribal de confrontación.

"La casta", "los fascistas" y "la ultraderecha" son etiquetas que recrean la claridad maniquea que nuestro cerebro tribal necesita para funcionar cómodamente en un mundo complejo.

22. La democracia es un reality show

La política se ha convertido en un entretenimiento donde los votantes son espectadores que buscan dramas, no soluciones. Y de ahí la paulatina desaparición de los programas del corazón y su sustitución por tertulias políticas que replican su simplismo, el llamado infotainment.

Los políticos han entendido que deben competir no sólo contra otros partidos, sino contra Netflix y TikTok por la atención ciudadana. El insulto político es el equivalente al grito y la pelea en un reality: contenido diseñado para generar audiencia, no para resolver problemas.

23. El círculo vicioso de la expectativa cumplida

Cuanto más insultan los políticos, más esperamos que insulten. Cuantos más insultos esperamos, menos impacto tienen las propuestas racionales. Los políticos moderados quedan atrapados en una espiral. O se adaptan insultando (traicionando así sus principios) o desaparecen por aburridos.

Hemos creado un sistema donde la única forma de sobrevivir políticamente es alimentar la bestia que devora la democracia civilizada.

24. La fantasía del "progreso"

Al final, los insultos funcionan en política por la misma razón por la que han funcionado en otros terrenos durante millones de años de evolución: porque nuestro cerebro sigue siendo, en gran medida, el de un primate que necesitaba identificar rápidamente amenazas tribales para sobrevivir.

La diferencia es que ahora esas "amenazas" son otros votantes, y la "supervivencia" es electoral.

Hemos construido instituciones democráticas sofisticadas sobre hardware neurológico primitivo. Los políticos que mejor entienden y explotan esta contradicción son quienes triunfan, independientemente de sus propuestas reales.

No es que seamos estúpidos, es que somos humanos.

Y ser humano significa cargar con un cerebro diseñado para la sabana africana en plena era digital.

La pregunta no es si podemos cambiar este patrón, sino si queremos hacerlo. Porque mientras sigamos recompensando neurológicamente a quienes nos venden adrenalina política barata, seguiremos obteniendo exactamente la democracia que nuestros instintos primitivos merecen.

Reflexión final: he necesitado más de 2.000 palabras para explicar por qué un insulto de apenas una docena de caracteres vale más que 200 páginas de programa electoral. La ironía se explica sola.