Gabriele D'Annunzio, poeta y escritor, invadió Fiume y la dirigió como dictador durante quince meses.
El inventor del fascismo de hoy y de siempre, según tu tía Carmen
Gabriele D'Annunzio, uno de los escritores más importantes de la Italia del siglo XX, fue el precursor del fascismo. A través de su delirante invasión de Fiume (un Estado dictatorial inspirado en el placer, la violencia, la pureza étnica, la música y la poesía), quedan relatados los mecanismos que conducen a los regímenes iliberales.
Nunca pensé que, por culpa de la tía Carmen, a la que no conocí, iba a acabar escribiendo poseído por una "demencia afrodisiaca". Fui a la caseta de Miguel, en la Cuesta de Moyano, a ver unos libros viejos rescatados de la biblioteca de no sé qué ministro franquista. Como suele pasar en estos casos, las cosas más bonitas no me las podía comprar; y las cosas que me podía comprar eran infumables.
Pero había un libro, encuadernado en piel, de un aspecto muy como el de los que ponen para decorar en los restaurantes vintage, que me llamó la atención. Unas cuantas obras de teatro de Gabriele D'Annunzio, del que había escuchado un montón de historias delirantes y del que no había leído nada hasta entonces. Lo abrí por la primera página y ahí estaba el nombre de esa tía abuela Carmen a la que no conocí. Y lo más importante, una fecha: lo compró en diciembre de 1936.
Comencé a leer las cosas de D’Annunzio, ídolo de Mussolini y precursor del fascismo, haciendo un experimento: imaginarme con la misma edad que ahora, treinta años, los que tenía la tía Carmen, en plena guerra, conociendo esas ideas inflamables, ¡y muy seductoras!, como si no supiera nada, como si no supiera que el fascismo fue limpieza étnica, secuestro de medios de comunicación, asesinatos a tutiplén y el largo listado de etcéteras que cualquier persona con sentido común hoy asume y conoce.
Mi tía Carmen es tu tía Carmen. Todos tenemos una.
Con los libros viejos pasa eso. Pueden arruinarte la vida… y el itinerario de lecturas. Son como las cerezas. Sacas una y pueden salir cuatro o cinco. Porque, al día siguiente después de aquella noche rebuscando en las cajas de Miguel, me topé con el "Nocturno" de D’Annunzio recién publicado por Fórcola en el escaparate de la librería Antonio Machado, en la Plaza de las Salesas.
¡Joder! Otra cereza. Porque, a la semana siguiente, además del teatro, además del "Nocturno", tenía sobre la mesa los otros libros del poeta loco publicados por esta misma editorial: los reportajes de Roma, sus cartas de amor y sus crónicas literarias. Hasta su biografía canónica, "El gran depredador", escrito por Lucy Hughes-Hallet (Ariel).
¡Mi pequeña biblioteca era, de pronto, la preparación de un régimen fascista! Hoy es fácil estar en contra de los aranceles, de los partidos que distinguen por raza, de los políticos que no se contienen en su iliberalismo, de los que tratan a los menas como sacos de patatas, de los que regalan una amnistía a cambio de permanecer en el poder.
No es que este tipo de políticos de hoy sean fascistas, ¡qué va! ¡Están muy lejos! Hacer paralelismos con el pasado es una idiotez. Y más con ese pasado. Pero una visita de tanto en tanto a aquel tiempo, de la mano cándida pero ardorosa de la tía Carmen, muestra como evidentes lo que hoy son tics autoritarios camuflados.
Pero empecemos por el principio.
D’Annunzio me volvió loco porque encarnaba el poder supremo a través de la literatura. O lo que es mejor: una desenfrenada influencia social a través de la poesía. ¡Esa poesía que ahora casi nadie lee! Gabriele D’Annunzio nació en Pescara en 1863. Siendo adolescente, publicó un libro de versos que le valió fama nacional. Entonces, el verso podía ser tan efectivo como un post de Instagram de hoy para lograr no ya el reconocimiento, sino la influencia.
Tras un accidente de caballo, él mismo se ocupó de fingir su muerte y eso creó la leyenda. Italia rendía honores al joven poeta muerto que tanto prometía. Gracias a eso, al llegar a la Roma del fin de siglo para estudiar, encontró hueco como cronista de sociedad. Alternaba el reportaje con el verso para buscar acomodo en las casas más ricas de la ciudad.
Esa "demencia afrodisíaca" (la que nos posee a sus lectores, a la tía Carmen, a mí y la que le poseía a él) iba fraguando un hombre que no conocía la medida. Ni en el amor, ni en la cocaína, ni en el sexo, ni en la literatura ni en la política. En nada. Y es esa entrega absoluta al placer la que, vista con distancia y a través del papel, nos empuja a vivir de esa manera sólo en la justa medida.
Pasa con estos personajes lo que dice el profesor Pablo Pérez de su biografiado De Gaulle. Se creían mesías providenciales desde niños. De no haberlo sido, volver a sus textos nos arrojaría el ridículo. Pero como lo fueron, esos textos (en el caso de D’Annunzio, no en el de De Gaulle) nos arrojan una mezcla de épica, delirio y fantasmagoría. Dijo D’Annunzio: "Sé cómo imprimir a mis acciones el poder duradero de un símbolo". Lo mismo daba una carta a una amante que un bombardeo.
D'Annunzio escribió novela, poesía y teatro.
D’Annunzio fundó el irredentismo, un movimiento nacionalista que pretendía para Italia las ciudades fronterizas que habían caído en manos de otros países. Llamaba a la guerra en los diarios como si la guerra fuera una historia preciosa.
Bajito, calvo, con una dentadura horrible. Y era el ser más amado de Italia. Imaginen cómo funcionaban sus palabras. Y su crueldad con las mujeres, a las que iba abandonando una y otra vez. ¡Qué maravilla cuando supe que Barbara Leoni, una de ellas, sacó una pasta considerable con las cartas que no quiso devolverle!
El poeta estrenaba obras de teatro que provocaban violencia social y callejera. Cuando se interpretó "La Nave" por vez primera, se montó una manifestación de admiradores que recorrió Roma entonando un verso del libreto que llamaba a la guerra. D’Annunzio quería guerra y la consiguió. Suelen ser cobardes estos predicadores, pero él no. Por eso, cuando llegó el momento de las armas que tanto había deseado, se implicó de verdad.
Comenzó a bombardear ciudades y pueblos hasta consolidarse como un héroe nacional que iba más allá de lo contemporáneo. Era visto, de manera muy transversal en Italia, como la continuación directa de los clásicos.
Eso es lo que hizo posible lo que vino. El episodio más fascinante (y uno de los más aterradores) del siglo XX. El otro día, ya algo preocupado por mi obsesión dannunziana, se lo pregunté a Enrico Letta, ex primer ministro de Italia, fundador del centroizquierda de su país:
–¿Es normal que esta historia me fascine tanto?
–Es que es fascinante.
¡Mi pobre tía Carmen! Fascinada, subrayando los pasajes, admirando no sólo la obra poética de D’Annunzio, sino también la política. Y nosotros, qué suerte, parapetados en el presente, con la vacuna de una guerra civil y dos guerras mundiales encima, como viendo una serie.
Resulta que D’Annunzio tuvo un accidente de avión, perdió la visión de un ojo y a punto estuvo de perder la del otro. Se refugió en su casa de Venecia, donde, tumbado en la cama, fue escribiendo su "Nocturno" en pequeñas tiras de papel.
Su hija Renata, ¡cuánto aguantaron los pobres hijos de este genio loco!, las fue reuniendo y transcribiendo. Otro de los hijos, el primogénito, llegaría a ser sólo por el nombre ministro de Obras Públicas, mientras su padre sería ya para siempre, al decir de González-Ruano, ministro de Obras Completas.
El "Nocturno" es fascinante porque D’Annunzio condensa en él toda su brillantez, sus sueños, sus fantasías, sus obras de teatro, sus poemas, su grandeza, sus miserias, su infamia. La totalidad de un hombre asomado al abismo. Con la metáfora del fuego ardiendo en la oscuridad de la visión que no tiene, nos va meciendo en un viaje por el horror del siglo XX. La edición de Javier Jiménez, el editor de Fórcola, es sensacional por el estudio previo, las quinientas anotaciones y las decenas de fotografías que incluye, además de las ilustraciones originales de Adolfo de Carolis.
Sólo un dato: en el primer mes de su lanzamiento, este texto que llega por fin a España en una edición legible se vendió 50.000 veces.
D’Annunzio ya era un señor mayor, pero era el ídolo de la juventud. Salió de su reposo y volvió a bombardear. Le decía al piloto que bajara más de la cuenta porque, si no, no veía bien. Mussolini trataba de acercarse, lo amaba, lo idolatraba, pero el poeta lo despreciaba. Había creado ya el fascismo, pero el fascismo a quien de verdad amaba era a D’Annunzio, y no a Mussolini. Eso, al pobre Benito, que se llamaba así por Juárez, y que no tenía un nombre italiano como "Gabriele", le ponía enfermo.
Mussolini, junto a un D'Annunzio ya mayor.
Entonces llegó Fiume, la locura de Fiume, año 1919. Fiume es hoy una ciudad de Croacia, de nombre Rijeka. Y era entonces un territorio ansiado por los nacionalistas italianos, que lo querían para su "imperio". D’Annunzio, diatriba a diatriba, consiguió que la tía Carmen y la mayoría de italianos creyeran Fiume fundamental para mantener viva la idea de la nación.
D’Annunzio se montó en un Fiat rojo descapotable cargado de flores y puso rumbo a Fiume. Quienes debían detenerlo se iban uniendo a su expeditiva. Y, cuando llegó el momento de la verdad, el Ejército oficial italiano, en lugar de frenarlo, le abrió paso y lo ovacionó. Cuentan que el poeta, en un momento de duda y tensión, se abrió la chaqueta, de la que colgaban todas sus medallas de guerra: "Disparen". Pero no lo hicieron. Habría sido (¡el país ya estaba loco!) como disparar a Italia.
En Ucrania, digo… en Taiwán, digo… en Groenlandia… ¡Joder, en Fiume! En Fiume, D’Annunzio fundó el fascismo, aunque él nunca lo llamó así. Socialistas, anarquistas, fascistas y revolucionarios de todo el mundo acudieron a su llamada para vivir la dictadura de la poesía, el sexo y la música.
Fue allí, en esos quince meses de dictadura improvisada a ojos del mundo, donde se arrumbó el Parlamento para establecer un contacto directo con las masas, donde nacieron las camisas negras, donde se impuso el saludo brazo en alto, donde la religión política desplazó a la religión clásica, donde comenzó la limpieza abrupta (y étnica) del disidente. Fue allí, en definitiva, donde empezó todo. Lenin y Mussolini, aparentemente enfrentados, admiraban la obra de ese primer "Duce" del planeta.
Como si se tratara de una premonición, en uno de esos sucesos de la Historia que hace funambulismo en la delgada línea que separa la casualidad de la causalidad, D’Annunzio llamó a Fiume "la ciudad del Holocausto". Porque en ese "fuego" se sacrificaban todos para "encender la luz del mundo".
Tiene una ventaja Fiume, ¿verdad, tía Carmen?, respecto a los demás regímenes totalitarios. De hecho, ahora que lo pienso, ahora que leo a D’Annunzio en este arrebato compulsivo, la tragedia de Fiume debería enseñarse también en los colegios porque arroja elementos más cinematográficos y surrealistas que la Italia de Mussolini o la Alemania de Hitler.
Es más fácil para los jóvenes comprender la semilla del totalitarismo a través de D’Annunzio gracias a las anécdotas que lo rodean. Fundamentales para captar la atención. Así estoy, levantando esta columnata dannunziana apenas unas semanas después del encuentro casual con el poeta en una caseta de la Cuesta de Moyano.
Hablemos de esas cosas que sucedían en Fiume mientras se liquidaba al opositor. Llega Toscanini y, para celebrar su visita, D’Annunzio pone a una orquesta a tocar la Quinta Sinfonía de Beethoven. El poeta ordena que 4.000 hombres protagonicen un simulacro de batalla… con granadas de verdad. Acaban heridas más de cien personas, entre ellas cinco músicos.
Los aliados bloquean Fiume para intentar cortar el paraíso hedonista (sólo de los afectos a la causa) en que se había convertido. D’Annunzio organiza una brigada de corsarios que atraca puertos cercanos para conseguir lo que necesitan. Hombres y mujeres, hombres y hombres, mujeres y mujeres, hace el amor por los montes. Los burdeles, a rebosar. La cocaína se expande como una enfermedad venérea. Él, D’Annunzio, la lleva en una cajita dorada, en el bolsillo del chaleco, como el que lleva un paracetamol.
Su cama es un catafalco de flores que van cambiando: blancas por la mañana, rosas al mediodía y rojas por la noche. D’Annunzio no sabe nada de gestión, es un poeta loco, un enardecedor de la masa. La economía, aunque la delega, naufraga, porque la ciudad es ingobernable. Él no se gobierna ni a sí mismo. Acaba escribiendo una Constitución, la "Carta del Carnaro", que más que una carta de derechos es un poema futurista. Se consagra la música como principio fundamental del Estado.
La epopeya del Duce durará quince meses. No le costará caro. Más allá de rendirse, volverá a refugiarse para escribir... permaneciendo su aura de héroe. Mussolini llegará al poder y, consciente de que su admirado D’Annunzio conserva el poder de orientar a la masa, lo agasajará con putas y millones. "Hay dos formas de resistir el dolor de una muela. Arrancarla o cubrirla de oro", dijo el dictador. Mussolini cubrió a D’Annunzio de oro para que no le molestase. Era ya un anciano. Había cubierto sus ambiciones vitales.
Nunca se fiaron el uno del otro. Mussolini siempre lo envidió; D’Annunzio siempre lo despreció. En los albores de la Segunda Guerra Mundial, D’Annunzio atacó al dictador por haber dado la mano a Hitler. Quiso recriminárselo, disuadirlo; se encontraron, pero Mussolini manipuló la imagen para que pareciera algo así como el abrazo entre un padre y un hijo.
D’Annunzio, ya lo sabes, tía Carmen, murió de un inesperado derrame en 1938, encerrado en ese Vittoriale cubierto de oro y lujuria por Mussolini. D’Annunzio fue el dictador más breve, pero el más atractivo. Igual de cruel, pero un gran escritor. Un asesino, pero un gran sabedor de los clásicos. Un verdadero zumbado, pero un poeta universal.
Quizá no hagan falta tantos rodeos. Quizá nos sirva lo que dijo Hemingway: "Merece un homenaje (¡sólo literario!) aunque sea un cretino".