El cauce del río Manzanares este miércoles.

El cauce del río Manzanares este miércoles. Europa Press

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Cuando el Manzanares se vino arriba

La DANA se cebó con Valencia con toda la fuerza que le proporcionó la naturaleza. El agua se convirtió en mitad barro y mitad lágrimas.

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Un día más, las nubes amanecieron preñadas de plomo. Cualquiera podía tener la impresión de encontrarse en otro mundo, y puede que realmente fuera así.

A la hora mansa del mediodía, vencido ya el telediario, la meteoróloga Rosemary Alker entra en su plató y pisa un suelo que parece hecho para andar descalza, muestra el mapa de España, primero de derecha a izquierda, y luego de izquierda a derecha.

Con el brazo recorre suavemente Andalucía, el Levante, las mesetas, Cataluña y las islas. También Galicia.

A continuación, indica las previsiones para las horas venideras y con sabia pulcritud, hace un último recorrido por unas nubes lanudas que invaden toda la península.

Finalmente, tiene un detalle con el río de Madrid, el llamado Manzanares, que de estar seco toda la vida se viene arriba de repente y pasa a convertirse en peana del Palacio de Oriente. Todavía parece estar a tiempo de darnos un disgusto, aunque la gente de Madrid nunca ha dado mucho crédito a este río que, en versión reducida, parecía más apropiado para decorar un belén.

De momento, permanecemos a la espera de su evolución. Todo puede suceder.

Si el subidón del Manzanares ha demostrado voluntad de equipararse a la talla de Madrid, lo mismo está ocurriendo con los pantanos y embalses, tantos años sometidos a una intensa sequía.

También con los pantanos está cambiando la historia. Les sobra agua.

Mucho antes de que los embalses se pasaran de moda y en las mesetas la sequía abriera la tierra como si fuera un pan de pueblo, los hombres del tiempo hacían historia equivocándose en las predicciones. Eso fue en la prehistoria de la televisión, cuando sólo había un hombre del tiempo y normalmente metía la pata.

Rosemary pasa lista de las temperaturas máximas y mínimas en capitales de provincia. Pero el tiempo no es una ciencia exacta. Ni lo fue. De los 38 grados a la sombra que daban los termómetros cuando los veranos eran serios, a los inviernos de ahora, con los ríos desangrándose en Andalucía (milagro), todo puede ocurrir.

Me paso el día mirando el mapa del tiempo. Supongo que no soy la única. Con la que está cayendo, sólo a un bobo se le ocurre presumir de indiferente. Y aquí es donde me vienen a la memoria las escenas de l’Horta Sud, donde se produjeron las escenas más dramáticas del 29-O. Los abuelos quedaron atrapados en sus camas. La muerte les llegó al cuello antes que el agua. Ni gritar pudieron.

La DANA se cebó con Valencia con toda la fuerza que le proporcionó la naturaleza cuando el otoño se hizo presente y el cielo quebraba por los cuatro puntos cardinales. El agua se convirtió en mitad barro y mitad lágrimas.

Por el camino, los árboles perdían su raíz y los automóviles seguían el cauce de los ríos dando volteretas hasta llegar al mar o encallar en las cunetas.

El ejemplo más llamativo fue el de Utiel, donde el parque móvil podía confundirse con los autos de choque de la feria.

Aquella noche, el lugar más mentado fue el barranco del Poyo, donde un puente saltó por los aires desgarrando la nocturnidad. Se vio en toda España. Entre la espuma del agua, una anciana se aferraba ansiosamente a su mascota y un joven hacía lo propio con la colchoneta de la playa.

Cada pocos metros veías una escena de terror. Bomberos de Valencia, mozos de Paiporta, gente de Catarroja, voluntarios de Buñol y cristianos de las parroquias. La tragedia lo engullía todo: coches, casas, vías férreas, tejados de uralita, carreteras o árboles caídos. Todo se lo llevaba el agua. Unos sobrevivieron por los pelos. Otros ya no están para contarlo.

Yo vi a un hombre que soportó el paso de las horas encaramado en lo alto de un pino. Gritaba con voz desgarradora y lloraba pidiendo ayuda al cielo. Dicen que se salvó de milagro.

Una de las historias más llamativas fue cuando la DANA de otoño. Tuvo como protagonista a Santiago Posteguillo, el hombre que lo sabe todo sobre Roma, y que en aquella ocasión se hallaba escribiendo su último libro con su pareja, también escritora.

Ninguno de los dos reparó mucho en la lluvia.

Cuando quisieron reaccionar, ya era tarde. Algunos paisanos les vieron salir de casa con sus respectivos ordenadores. Luego fueron andando hasta Valencia. Aquella noche, Posteguillo salvó su obra de la inundación.

Valió la pena.