Quintero decía que había que preguntar como Aristóteles, como los psicoanalistas o como los niños. Eso es bello porque es cierto. También es verdad, digo yo, que hay niños que preguntan como los psicoanalistas o como Aristóteles: son un poco la misma cosa, tienen la gracia rebelde de las grandes cuestiones, una libertad insólita que colinda con el surrealismo.

Hay niños que te hacen encerronas brillantes teorizando sobre dios y sobre la muerte, hay niños que detectan que los olivos tienen ojos que les siguen con la mirada en el camino de tierra hacia la casa del maestro (porque no pueden moverse; o porque quizá sólo se muevan a la noche para preparar una emboscada, como en Macbeth); hay niños que exigen severamente una respuesta a si los burros tienen ángeles de la guarda y si esos ángeles de la guarda también son burros.

Todos esos niños melancólicos y visionarios al mismo tiempo son Antonio, el crío viejo de Los restos del pasar, una película enigmática y hermosa de Luis (Soto) Muñoz y de Alfredo Picazo que aparentemente va sobre la Semana Santa de su pueblo, Baena, pero que en realidad va de lo que importa, que es todo lo demás. 

Esta película habla sobre el Viejo Mundo, sobre el Mundo Lento, sobre el Mundo Simbólico.

Fotograma de Los restos del pasar.

Fotograma de Los restos del pasar.

Antonio, el niño solitario y curioso, hambriento de ritos iniciáticos, es aceptado como interlocutor válido por el pintor Paco Ariza, que aquí sería el chamán de la tribu o el alquimista o el ermitaño o el anacoreta, un sabio un poco cascarrabias que le abre el corazón al muchachillo. Es un evento que un vividor hondo te mire a la cara y te escuche: te da un lugar. Un asidero. Te presta la idea de que lo que mola de la vida, lo que mola de verdad, no es que sea larga, sino ancha. La vida se ensancha observando e imaginando. 

El chico tira preguntas como misiles y el artista le enseña que las cosas son como tú las dibujas, y que el barrio de uno resume el universo, y que contenemos trazas de mito, y que lo bello también es bello porque ha resistido, y que hay otros mundos, pero están en éste, como decía Paul Éluard, y que uno no tiene vida interior, tiene vida anterior, como decía Garci.

Todo está afortunadamente manchado de pasado.

Cuando uno ve Los restos del pasar entronca con el niño ante el misterio o con el niño que ve por primera vez el mar o con el niño que se enamora, y todo es un poco lo mismo. Estar extrañado, feliz, aterrado. Estar taumatúrgico. Agarrarte a algo que es más antiguo que tú. Algo que te sobrevivirá. 

Fotograma de Los restos del pasar.

Fotograma de Los restos del pasar.

A mí no me gusta casi nada en esta vida como una corneta o una rosquilla de pueblo embadurnada en azúcar o como tocar unas manos para entender a quien tengo delante: me noto guarecida por el imaginario de esta película entre el puto viento estéril de la modernidad mal entendida. Entre todas las cosas viejas, entre todas las cosas rotas, entre todas las cosas que ya no le importan a nadie: aquí me quedo.

Me interesa bastante que el autor, Luis (Soto) Muñoz, sea tan joven y a la vez esté tan fascinado por los mundos en extinción.

También por las criaturas expulsadas de la fiesta oficial del sistema.

Yo creo que sus películas son de una genialidad anarquista y desobediente, propia del que se ha esforzado por conocer la norma para saltársela.

Fotograma de Sueños y Pan.

Fotograma de Sueños y Pan.

Pienso en esto después de ver Sueños y pan y muy especialmente El cuento del limonero, que es mi obra favorita del director (ambas pueden verse en Filmin, ambas deben verse, pero yo les recomiendo con especial pasión esta última).

El cuento del limonero es un poema de soledades campestres protagonizado por Lola, su abuela, y desde que la vi con ella me acuesto y con ella me levanto. Es un personaje inmenso, hilarante, trágico, surrealista, una estoica muy gamberra y muy traviesa, con una personalidad vibrante y juguetona y cantarina (igual que Antonio era un niño-viejo, yo siento que Lola es una vieja-niña).

Lola te habla en castellano, te dice cuatro cosas muy claras, con mucho desparpajo y mucha ternura al mismo tiempo. Lola conversa con sus fantasmas y los agarra de la solapa y les pone la comida en la boca y les reta y les cuida, como hacen con nosotros las mujeres duras y suaves de nuestra vida.

Fotograma de El cuento del limonero.

Fotograma de El cuento del limonero.

Yo en ella reconozco ese hablar sola, ese hablar sola tan propio de las mujeres, sola como hablaba mi abuela, sola como hablaba mi madre, sola como hablo yo misma.

La veo resolviendo la grasa del chorizo, la veo celebrando el agua “fresquita”, la veo entre el ladrido de los perros en la noche, entre los almanaques y las bombillas, entre las fotos viejas y los higos y las médiums televisivas y los huevos fritos y los reproches y las persianas rayando la tarde; la veo resistiendo en el vendaval de la incomprensión mundial y la entiendo, la entiendo, la entiendo.

Es eléctrica, es fortísima, es soberana de su rollo y de su patio.

Es frágil y letal en su soliloquio medio mágico. 

Qué llena está, a su manera, la casa de Lola. Qué familia tan numerosa. 

Hay una imagen que me ha vuelto loca: Lola en el cine de verano casi vacío comiendo gusanitos (aunque luego den sed), con la foto enmarcada de su niño añorado al lado, con su ausencia ocupando una silla, y viendo esa escena en la que José Luis Cuerda nos enseñó a besar despacio en Amanece que no es poco. No sé qué decir. Me parece un milagro. Por eso estoy aquí. Para compartirlo.